Abenduko izarrak

viernes, 13 de septiembre de 2019

La ruta del colesterol



Jesús Martínez Gordo
 
El pueblo en el que resido cuenta, como tantos otros, con un paseo que es conocido popularmente como “la ruta del colesterol”. Allí, además de andar o correr, también se habla -cuando nos cruzamos con amigos o conocidos- de nuestros respectivos estados de salud. Nos intercambiamos los resultados de la última analítica médica, comentamos el ejercicio físico que se nos ha prescrito y hay quienes porfían por ser los que más pastillas toman... 

Es frecuente encontrarse con personas que, mejor informadas, conocen con toda precisión la horquilla de dígitos dentro de los que se juega una vida saludable y que, sobrepasados o no alcanzados, indican el padecimiento, por ejemplo, de diabetes o hipoglucemia, ya sea por exceso o defecto de azúcar en la sangre. Saben que entre tales extremos se da un equilibrio permanentemente inestable y, por ello, una enorme diversidad de situaciones: es difícil encontrar dos analíticas iguales no solo entre sujetos diferentes sino, incluso, en una misma persona a lo largo de una jornada. En el cuidado de tal equilibrio se mueve lo que hoy entendemos por vida saludable.

A la luz de esta matizable anécdota, creo que también es posible diagnosticar la salud de una sociedad por su atención al equilibrio entre libertad y solidaridad. Cuando nos encontramos con países en los que lo determinante es la solidaridad al precio de la libertad, sabemos que tienen enormes dificultades para eludir el autoritarismo. Y cuando nos topamos con otros en los que la exaltación de la libertad anula la solidaridad, conocemos igualmente que se ponen las bases para un neoliberalismo que, sin entrañas, se preocupa más de la libertad de movimientos del zorro que de la precaria existencia de las aves con las que comparte gallinero. Pero también sabemos de la existencia de sociedades en las que se intenta buscar, con mayor o menor fortuna, el añorado equilibrio entre libertad y solidaridad. Es la apuesta de los países que han erigido el bienestar social de todos sus ciudadanos (incluidos los no rentables económicamente) en su objetivo principal, sin obviar, por ello, los problemas que comporta semejante opción y los necesarios correctivos. 

La referencia a una vida, personal o socialmente, saludable también permite diagnosticar lo que está pasando en la Iglesia en estos momentos. Es de sobra conocido que el papa Francisco está apostando por recuperar un equilibrio, perdido los últimos decenios, entre, por un lado, el Evangelio y la doctrina y, por otro, entre la contemplación y el compromiso liberador. Y también es sabido que tiene enfrente una oposición cada día más aguerrida y temeraria.

Está buscando, en primer lugar, un nuevo reequilibrio entre la “loca creatividad” que brota del programa de Jesús en el monte de las Bienaventuranzas y la “seguridad” que proporciona la ciega obediencia a la legislación y al magisterio eclesial. Como resultado de semejante búsqueda hay quienes denuncian que está confundiendo la Iglesia con una ONG; como si al atardecer de la vida no se nos fuera a examinar del amor, sino de las veces que hemos faltado a la eucaristía por dar de comer al hambriento, de beber al sediento, por visitar al enfermo y al encarcelado o acoger al migrante. No faltan, incluso, quienes le acusan de ser “hereje”, es decir, un fundamentalista por articular el Evangelio y la doctrina eclesial desde la centralidad del primero. La ignorancia, también entre los católicos, es atrevida.

Y, en segundo lugar, no se cansa de recordar la importancia de articular la contemplación del misterio de Dios en las transparencias del cosmos, de la vida, de la conciencia personal y de la historia con el compromiso liberador, sin incurrir en los excesos de quienes se refugian en una mística de ojos cerrados o sin acabar quemado por correr la maratón de la vida como si fuera un sprint. Ante tales extremos, insiste, a tiempo y a destiempo, los católicos están llamados a ser “contemplativos en la acción”, es decir, a circular entre los Tabores actuales (¡qué bien se está aquí!) y los Calvarios contemporáneos (¡Dios mío, por qué me has abandonado!). En los primeros, para cargar las pilas. Y en los segundos, para bajar a los crucificados de sus respectivas cruces o para impedir que existan, más allá de que haya que cuidar con particular esmero a los quemados por una desmedida generosidad y más allá de que emerjan espiritualidades tan obsesionadas por el silencio y la unidad interior que acaben descuidando que dicha unidad es “ex – céntrica” (pasa por hacerse presente en las periferias) y que ese silencio coexiste con los gritos que allí se profieren.

Creo que la “ruta del colesterol” que propone Francisco lleva a caminar, de manera permanente, entre estos tres “ochomiles” que son el corazón del Evangelio: el programa (doctrinal) proclamado en el monte de las Bienaventuranzas, las consolaciones (incluidos los sacramentos) que se encuentran en los Tabores actuales y el compromiso liberador en los Calvarios de nuestros días. Difícil lo tienen sus acusadores.

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