Jesús Martínez Gordo
El pueblo en el que resido
cuenta, como tantos otros, con un paseo que es conocido popularmente como “la
ruta del colesterol”. Allí, además de andar o correr, también se habla -cuando
nos cruzamos con amigos o conocidos- de nuestros respectivos estados de salud.
Nos intercambiamos los resultados de la última analítica médica, comentamos el
ejercicio físico que se nos ha prescrito y hay quienes porfían por ser los que
más pastillas toman...
Es frecuente encontrarse con personas que, mejor
informadas, conocen con toda precisión la horquilla de dígitos dentro de los
que se juega una vida saludable y que, sobrepasados o no alcanzados, indican el
padecimiento, por ejemplo, de diabetes o hipoglucemia, ya sea por exceso o
defecto de azúcar en la sangre. Saben que entre tales extremos se da un
equilibrio permanentemente inestable y, por ello, una enorme diversidad de
situaciones: es difícil encontrar dos analíticas iguales no solo entre sujetos
diferentes sino, incluso, en una misma persona a lo largo de una jornada. En el
cuidado de tal equilibrio se mueve lo que hoy entendemos por vida saludable.
A la luz de esta
matizable anécdota, creo que también es posible diagnosticar la salud de una
sociedad por su atención al equilibrio entre libertad y solidaridad. Cuando nos
encontramos con países en los que lo determinante es la solidaridad al precio
de la libertad, sabemos que tienen enormes dificultades para eludir el
autoritarismo. Y cuando nos topamos con otros en los que la exaltación de la
libertad anula la solidaridad, conocemos igualmente que se ponen las bases para
un neoliberalismo que, sin entrañas, se preocupa más de la libertad de
movimientos del zorro que de la precaria existencia de las aves con las que
comparte gallinero. Pero también sabemos de la existencia de sociedades en las
que se intenta buscar, con mayor o menor fortuna, el añorado equilibrio entre
libertad y solidaridad. Es la apuesta de los países que han erigido el
bienestar social de todos sus ciudadanos (incluidos los no rentables
económicamente) en su objetivo principal, sin obviar, por ello, los problemas
que comporta semejante opción y los necesarios correctivos.
La referencia a una
vida, personal o socialmente, saludable también permite diagnosticar lo que
está pasando en la Iglesia en estos momentos. Es de sobra conocido que el papa
Francisco está apostando por recuperar un equilibrio, perdido los últimos
decenios, entre, por un lado, el Evangelio y la doctrina y, por otro, entre la
contemplación y el compromiso liberador. Y también es sabido que tiene enfrente
una oposición cada día más aguerrida y temeraria.
Está buscando, en primer
lugar, un nuevo reequilibrio entre la “loca creatividad” que brota del programa
de Jesús en el monte de las Bienaventuranzas y la “seguridad” que proporciona
la ciega obediencia a la legislación y al magisterio eclesial. Como resultado
de semejante búsqueda hay quienes denuncian que está confundiendo la Iglesia
con una ONG; como si al atardecer de la vida no se nos fuera a examinar del
amor, sino de las veces que hemos faltado a la eucaristía por dar de comer al
hambriento, de beber al sediento, por visitar al enfermo y al encarcelado o
acoger al migrante. No faltan, incluso, quienes le acusan de ser “hereje”, es
decir, un fundamentalista por articular el Evangelio y la doctrina eclesial
desde la centralidad del primero. La ignorancia, también entre los católicos,
es atrevida.
Y, en segundo lugar, no
se cansa de recordar la importancia de articular la contemplación del misterio
de Dios en las transparencias del cosmos, de la vida, de la conciencia personal
y de la historia con el compromiso liberador, sin incurrir en los excesos de
quienes se refugian en una mística de ojos cerrados o sin acabar quemado por
correr la maratón de la vida como si fuera un sprint. Ante tales extremos,
insiste, a tiempo y a destiempo, los católicos están llamados a ser
“contemplativos en la acción”, es decir, a circular entre los Tabores actuales
(¡qué bien se está aquí!) y los Calvarios contemporáneos (¡Dios mío, por qué me
has abandonado!). En los primeros, para cargar las pilas. Y en los segundos,
para bajar a los crucificados de sus respectivas cruces o
para impedir que existan, más allá de que haya que cuidar con particular esmero
a los quemados por una desmedida generosidad y más allá de que emerjan
espiritualidades tan obsesionadas por el silencio y la unidad interior que
acaben descuidando que dicha unidad es “ex – céntrica” (pasa por hacerse
presente en las periferias) y que ese silencio coexiste con los gritos que allí
se profieren.
Creo que la “ruta del
colesterol” que propone Francisco lleva a caminar, de manera permanente, entre
estos tres “ochomiles” que son el corazón del Evangelio: el programa
(doctrinal) proclamado en el monte de las Bienaventuranzas, las consolaciones
(incluidos los sacramentos) que se encuentran en los Tabores actuales y el
compromiso liberador en los Calvarios de nuestros días. Difícil lo tienen sus acusadores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario