Jesús
Martínez Gordo
Catedrático
de teología
Quienes
han estado cortando el bacalao en la
Iglesia hasta la llegada de Francisco, no ganan para sustos
desde que el cardenal Bergoglio fuera elegido obispo de Roma. Últimamente les
ha sacado de quicio que iniciara su viaje a la diócesis de Milán visitando, en uno
de los barrios más deprimidos de la capital económica de Italia, a varias
familias sometidas a los rigores de la crisis económica.
Tampoco les ha gustado
que comiera con los presos y que echara la siesta en la celda del capellán que
presta sus servicios en el centro penitenciario. Pero lo que no les ha gustado,
de ninguna manera, es que hiciera uso de un urinario público. ¡Como si los
papas no tuvieran necesidades fisiológicas que también atender en una visita
oficial!
Y por
si eso no fuera suficiente, han podido leer, en un texto firmado conjuntamente por
Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, y Hector Llueca, que “identificar
a toda la
Iglesia católica con los sectores ultramontanos bunkerizados
en ciertos espacios de poder del episcopado español sería de una torpeza imperdonable por nuestra
parte”. “Existieron y existen, han señalado, comunidades
de base y experiencias de intervención social católicas que forman parte del mejor patrimonio
democrático de nuestra patria”. “Francisco, prosiguen, es la
oportunidad para que lo mejor de la
Iglesia católica salga a la luz frente a la oscuridad y la decrepitud
de ciertas élites eclesiásticas que han ignorado los cambios sociales y que
nunca han renunciado a compartir mesa, mantel y proyecto político-económico con
lo peor de las oligarquías”. Quizá,
finalizaba este inusitado texto, “lo importante no sea tanto que las misas se
televisen más o menos en la televisión pública”. “Tal vez lo importante,
de verdad, es que los católicos y todos los demás podamos ver y escuchar con
más frecuencia a Francisco”. Y si tiene a bien oficiar un día dicha misa
televisiva, “quizá también el secretario general de
Podemos deba escucharla” y “tomar algunas notas”.
¡Lo que
faltaba!, se ha podido leer en algunos blogs, un laicista excluyente, demagogo
barato de la Complutense,
ateo militante y neo-comunista, dando jabón al papa y a sus palmeros. Y,
además, bendiciendo la reducción de la Iglesia a la ONG que está impulsando esta desgracia sobrevenida
que se llama Francisco. Es el acabose.
Junto a
estas viscerales y crispadas reacciones, no han faltado otras que se han
preguntado por la razón de ser de este texto: ¿sincero cambio de perspectiva o activación
de una estrategia electoral que se abre a un sector importante y numeroso del
catolicismo, sin cuyo voto tiene muy difícil tocar poder? Curioso, han
comentado algunos, que un diagnóstico y valoración semejantes no se hayan
escuchado, desde hace muchos años, y salvo alguna honrosa excepción, en las
filas del PSOE. Y sorprendente, han reconocido otros más, la cercanía de este
discurso con el corazón mismo del Evangelio ¡Qué cosas!
Más
allá de estas y otras lecturas, me ha llamado la atención, sobre todo, su
denuncia del atrincheramiento en formas desmedidamente unipersonales o
autoritativas que constatan en una parte del episcopado español. Es cierto que
emplean una expresión lo suficientemente ambigua (los “dogmas” impulsados por Juan
Pablo II y Benedicto XVI) para no saber si me encuentro ante la denuncia de un
modelo de Iglesia, indudablemente involutivo y preconciliar, o frente a un exabrupto
muy al uso entre quienes emplean la brocha gorda cuando de diagnósticos
eclesiales se trata. Pero, al margen de esta cuestión, manifiesto mi sintonía
de fondo con este análisis que, la verdad sea dicha, también veo ratificado por
los nombramientos de nuevos obispos (once) que se han producido en la Iglesia española los
últimos cuatro años.
Si, ya
sé que la reforma de la Iglesia
va a sobrepasar, sin ningún tipo de duda, el pontificado de Francisco. Y también
sé que las urgencias son de tal calado que no queda más remedio que establecer
prioridades. Pero sé, igualmente, que hay un asunto que podría suponer un auténtico
paso de gigante: volver al sistema tradicional en la elección de los obispos;
algo que, en la actualidad, pervive en unas treinta iglesias centroeuropeas.
Según este procedimiento, las diócesis intervienen en el nombramiento de sus respectivos
obispos proponiendo una terna de candidatos al Vaticano para que éste opte por uno
de ellos, o bien eligiendo uno a partir de la terna presentada por la Santa Sede. Si se recuperara
este procedimiento, acabaría diluyéndose el atrincheramiento que padecen no
pocas diócesis. Francisco adoptaría una decisión concreta y cercana al pueblo
de Dios con la que se fortalecería un pontificado pleno, hasta el presente, de admirables
gestos de cercanía y coraje. Y, muy probablemente, quienes han cortado el
bacalao en la Iglesia
durante demasiado tiempo podrían ahorrarse la lectura de una parte del texto
firmado por P. Iglesias y H. Llueca.
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