Joseba Segura en Palenque, Ecuador |
La Iglesia holandesa fue en el pasado siglo el buque insignia de la renovación en el tiempo inmediatamente posterior a la clausura del Vaticano II. Y también, objeto de zancadillas, desautorizaciones y bloqueos que, juntamente con nombramientos de obispos en sintonía con los sectores más conservadores e involucionistas, acabaron sumiéndola en una desafección eclesial de dimensiones escalofriantes.
Actualmente dicha desafección se visualiza, tal y como comentan los pocos supervivientes de aquel intento de reforma -institucionalmente abortado- en su reconversión en una especie de agencia inmobiliaria: lo que la ocupa e inquieta de manera preferente estos últimos años es vender sus templos vacíos, e imposibles de mantener, a personas o instituciones que garanticen, por lo menos, un uso humanitario de los mismos.
Sucedió que, también por aquella época, las diócesis del País Vasco, entre otras, se implicaron a fondo en su renovación conciliar. Y también que, como las holandesas, fueron objeto de sospechas, denuncias y feroces críticas por los mismos colectivos eclesiales que, tan minoritarios como preconciliares, pero con un enorme poder en el Vaticano, estaban empeñados en evitar, con su lenguaje, que fueran deglutidas por la secularización y por la bestia del nacionalismo separatista a los que, frívola e irresponsablemente, estaban "haciendo la ola".
Entonces se pudo escuchar, en boca de sus corifeos mediáticos, que la reconducción de la "Holanda del norte" (como se llegó a denominar al conjunto de las iglesias del País Vasco) pasaba por poner al frente de las mismas a personas (y, sobre todo, obispos) que fueran -por sus convicciones y perfil ideológico- de la total confianza o en sintonía con la minoría conciliar.
Dicho y hecho. A partir de 1995 empiezan los nombramientos, primero tímidamente, de obispos que han de enderezar y "homologar" a las diócesis con la involución en curso. Sin embargo, la cauta (¿o, quizá, temerosa?) estrategia desplegada por estos prelados pone nerviosa a la minoría conciliar que los ha promovido: ocupados en no hacer mucho ruido y en salvar su pellejo -les critican- padecen un agudo "síndrome de Estocolmo". Les está faltando, apuntillan, el coraje requerido para coger este toro por los cuernos.
No queda más remedio que impulsar al gobierno eclesial y al episcopado personas con un perfil más contundente, a las que no les importe el choque con quienes han liderado estas iglesias hasta entonces. Y, si es preciso, también con la sociedad civil. Además, si fueran jóvenes, mucho mejor. Así, se garantizaría el éxito de la empresa: si no asumiendo la lectura liderada por la minoría conciliar, contando, al menos, con el concurso de la biología...
Pasados más de veinte años del primer movimiento y diez, del segundo, y desaparecida de lo más alto de la cúpula vaticana la lectura involutiva y preconciliar primada durante más de cuarenta años, parece llegada la hora de nombrar obispos y responsables con un nuevo perfil que supere la derrota experimentada por dicha lectura del Vaticano II y que, visualizada en la renuncia al pontificado de Benedicto XVI, también se aprecia en el incremento de la desafección eclesial entre nosotros.
A nadie se le escapa lo saludable que sería poder hablar y contrastar este diagnóstico de manera sinodal y corresponsable, es decir, en diálogo con otros diferentes y, sin duda alguna, más determinantes que el presente. En particular, cuando, como es el caso, se va a proceder al nombramiento de un nuevo obispo auxiliar para Bilbao.
Como es sabido, el actual procedimiento de presentación de candidatos, elección y nombramiento -nepótico y opaco en la inmensa mayoría de las ocasiones- lo imposibilita.
Por eso, solo queda, además de seguir reivindicando que ningún obispo (tampoco auxiliar) sea impuesto, esperar -por desgracia- a ver quién es, finalmente el nominado: si el que, siguiendo la normativa canónica vigente, lo tendría que ser a partir de una terna propuesta por el obispo titular y contando con el beneplácito del actual Prefecto de la Congregación para los obispos (antiguo profesor suyo en Roma) o si es, el que, en conformidad con las indicaciones formuladas, al parecer, desde la Secretaría de Estado de la Santa Sede, debería responder, a partir de ahora, a un perfil netamente conciliar.
No habría que descartar la posibilidad de un tercero que vendría a ser algo así como un sofrito de las dos sensibilidades: ni carne ni pescado, pero llamado a decantarse, con el tiempo y según la correlación de fuerzas, en un sentido o en otro.
Quienes pretendan comprobar por dónde se va a encaminar la Iglesia del País Vasco (y, con ella, otras tantas) tendremos que esperar hasta que se dé a conocer el nombre de quien sea designado y, no lo olvidemos, acepte. No queda, de nuevo, desgraciadamente, otra salida.
Entonces sabremos si la Iglesia en el País Vasco prosigue (pero no por decisión suya) en la apuesta actual, la que la lleva a ser un "residuo holandés", rancio, marginal y en liquidación, o si recupera el pulso conciliar en el que estuvo embarcada y vuelve a ser un "resto" que, además de alegre y esperanzado, pueda ser emprendedor y significativo. ¡Ojalá que, al final del túnel, empiece a verse, por lo menos, un poco de luz! Y que, si aparece, no sea demasiado tarde.
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