El 13 de marzo
se cumplieron dos años desde la elección del Papa Francisco. Vuelvo a
expresar mi profunda gratitud: a su mensaje y estilo, a su voluntad y
entrega, al aire que nos brinda. Y vuelvo a exponer los interrogantes
que me brotan sobre la figura del papado y el modelo de Iglesia que aún
representa y que ponen en tela de juicio el alcance y el futuro de su
reforma eclesial, escribe Joxe Arregi en DEIA.
Celebro la primavera, llegada de América Latina, con aires de Loyola y de Asís. Ha sido un alivio. En la tarde de su elección, asomado al balcón, se inclinó ante el gentío y le pidió su bendición, antes de dársela. Era como si se despojara de la pompa y del peso de mil años de papado, como si se invirtieran los papeles: la iglesia primero, el Papa después. La bendición y el poder no le vienen al Papa de lo alto, sino de la comunidad eclesial. Seguro que Francisco no pensaba en tanto, pero ésa es la clave.
En estos dos años hemos respirado. Su presencia natural, su mensaje directo, lo dicho y lo silenciado nos han dado aliento. Aliento del Espíritu, suave y firme, que ensancha y reconforta. Los guardianes de la ortodoxia parecen en retirada. No sabemos si por alguna orden o por simple cálculo, ni sabemos hasta cuándo, pero se han eclipsado. Llevamos dos años sin discursos de condena sobre el mundo actual, “increyente, relativista y hedonista”, sin la insistencia agobiante en los temas obsesivos de nuestros obispos: el aborto, el matrimonio homosexual y la religión en la escuela.
Los nuevos aires, el estilo y los acentos nuevos, se han plasmado en la Evangelii gaudium, magnífica Encíclica-Exhortación. El Evangelio es noticia de gracia para todos los heridos. Noticia de liberación para todos los pobres y oprimidos. La curación y la liberación es lo primero. La revolución de la ternura, el gozo de la bondad. ¡Cuidado con los profetas de calamidades!, ha dicho Francisco, como Juan XXIII. Cuidado con la psicología de la tumba. Cuidado con una Iglesia aduana encerrada en sus dogmas y sus normas. Cuidado con llenar seminarios que miran al pasado. Sed audaces y creativos, romped los esquemas de siempre, abríos a nuevos paradigmas. Sed libres, salid, salid.
Yo no esperaba tanto, lo reconozco con mucho gusto. ¡Gracias, Papa Francisco! Eso lo primero. Pero todo ello no basta. Lo que ha hecho es magnífico, y nadie puede pedirle más a un hombre de 78 años, pero no es suficiente para que la Iglesia sea evangelio y gracia para la humanidad en el siglo XXI. No basta con un Papa bueno. Juan XXIII fue un Papa bueno, inauguró una primavera. Pero pronto volvió el invierno, porque todo había quedado en manos del Papa siguiente, y luego del siguiente, cada uno investido de poderes absolutos. Y el mismo riesgo sigue perdurando.
El problema no es el papa, sino el papado. Después de un Papa innovador puede llegar otro restaurador, como Juan Pablo II o Benedicto XVI. Y quede claro que no juzgo sus personas. Eran humanos. Pero el sistema era y sigue siendo inhumano. El modelo jerárquico de la iglesia y del papado les llevó a creerse representantes de Dios y, como tales, obligados a imponer su opinión -que nunca pasa de ser humana, es decir, parcial- como única verdad. He ahí lo inhumano. Tanto más inhumano cuanto que ningún Papa puede de hecho ejercer un poder absoluto y acaba siendo un títere en manos de otros poderes oscuros e incontrolados. Las curias romanas, por ejemplo. Con un papado absoluto, nunca sabremos quién manda en la Iglesia.
El problema tampoco es que la teología del Papa Francisco sea tradicional, que lo es. Es humano, tiene todo el derecho. Lo importante es que no la imponga como única, y no lo hace. ¿Pero cómo sabemos que no lo hará el siguiente, mientras no se derogue el papado absoluto y se instaure una democracia real? Democracia no significa solamente que la base elija a sus representantes, sino que el poder se divida: que quien hace las leyes, las ejecuta y juzga no sea el mismo, como sucede con el Papa desde hace mil años. La reforma radical democrática no será una condición suficiente, pero sí indispensable para que la Iglesia sea espacio de libertad y de tolerancia, hogar de humanidad. ¿Llegará hasta ahí el Papa Francisco? El tiempo corre en su contra.
Celebro la primavera, llegada de América Latina, con aires de Loyola y de Asís. Ha sido un alivio. En la tarde de su elección, asomado al balcón, se inclinó ante el gentío y le pidió su bendición, antes de dársela. Era como si se despojara de la pompa y del peso de mil años de papado, como si se invirtieran los papeles: la iglesia primero, el Papa después. La bendición y el poder no le vienen al Papa de lo alto, sino de la comunidad eclesial. Seguro que Francisco no pensaba en tanto, pero ésa es la clave.
En estos dos años hemos respirado. Su presencia natural, su mensaje directo, lo dicho y lo silenciado nos han dado aliento. Aliento del Espíritu, suave y firme, que ensancha y reconforta. Los guardianes de la ortodoxia parecen en retirada. No sabemos si por alguna orden o por simple cálculo, ni sabemos hasta cuándo, pero se han eclipsado. Llevamos dos años sin discursos de condena sobre el mundo actual, “increyente, relativista y hedonista”, sin la insistencia agobiante en los temas obsesivos de nuestros obispos: el aborto, el matrimonio homosexual y la religión en la escuela.
Los nuevos aires, el estilo y los acentos nuevos, se han plasmado en la Evangelii gaudium, magnífica Encíclica-Exhortación. El Evangelio es noticia de gracia para todos los heridos. Noticia de liberación para todos los pobres y oprimidos. La curación y la liberación es lo primero. La revolución de la ternura, el gozo de la bondad. ¡Cuidado con los profetas de calamidades!, ha dicho Francisco, como Juan XXIII. Cuidado con la psicología de la tumba. Cuidado con una Iglesia aduana encerrada en sus dogmas y sus normas. Cuidado con llenar seminarios que miran al pasado. Sed audaces y creativos, romped los esquemas de siempre, abríos a nuevos paradigmas. Sed libres, salid, salid.
Yo no esperaba tanto, lo reconozco con mucho gusto. ¡Gracias, Papa Francisco! Eso lo primero. Pero todo ello no basta. Lo que ha hecho es magnífico, y nadie puede pedirle más a un hombre de 78 años, pero no es suficiente para que la Iglesia sea evangelio y gracia para la humanidad en el siglo XXI. No basta con un Papa bueno. Juan XXIII fue un Papa bueno, inauguró una primavera. Pero pronto volvió el invierno, porque todo había quedado en manos del Papa siguiente, y luego del siguiente, cada uno investido de poderes absolutos. Y el mismo riesgo sigue perdurando.
El problema no es el papa, sino el papado. Después de un Papa innovador puede llegar otro restaurador, como Juan Pablo II o Benedicto XVI. Y quede claro que no juzgo sus personas. Eran humanos. Pero el sistema era y sigue siendo inhumano. El modelo jerárquico de la iglesia y del papado les llevó a creerse representantes de Dios y, como tales, obligados a imponer su opinión -que nunca pasa de ser humana, es decir, parcial- como única verdad. He ahí lo inhumano. Tanto más inhumano cuanto que ningún Papa puede de hecho ejercer un poder absoluto y acaba siendo un títere en manos de otros poderes oscuros e incontrolados. Las curias romanas, por ejemplo. Con un papado absoluto, nunca sabremos quién manda en la Iglesia.
El problema tampoco es que la teología del Papa Francisco sea tradicional, que lo es. Es humano, tiene todo el derecho. Lo importante es que no la imponga como única, y no lo hace. ¿Pero cómo sabemos que no lo hará el siguiente, mientras no se derogue el papado absoluto y se instaure una democracia real? Democracia no significa solamente que la base elija a sus representantes, sino que el poder se divida: que quien hace las leyes, las ejecuta y juzga no sea el mismo, como sucede con el Papa desde hace mil años. La reforma radical democrática no será una condición suficiente, pero sí indispensable para que la Iglesia sea espacio de libertad y de tolerancia, hogar de humanidad. ¿Llegará hasta ahí el Papa Francisco? El tiempo corre en su contra.
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