EL amor y la fidelidad al proyecto de
 salvación de los seres humanos manifestado en Jesús de Nazaret, 
denominado por este Reino de Dios, puede vivirse y realizarse a través 
de la Iglesia católica desde diversas claves: la clave conservadora (así
 Santiago el Mayor, hermano de Jesús y primer obispo de 
Jerusalén) o la clave aperturista (así Pablo de Tarso, apóstol de los 
gentiles o Juan XXIII, que hablaba de abrir las ventanas de la Iglesia 
para que el aire fresco regenerase el olor a anticuado en la Iglesia 
católica). Ambas posturas o cualquier otra entre ellas  (parece que San 
Pedro oscilaba entre ambas) son legítimas, lo que no nos exime de 
someterlas permanentemente a la crítica de la oración, al discernimiento
 de la comunidad creyente y al diálogo con todos los seres humanos, 
también estos empeñados mayoritariamente en la búsqueda de proyectos 
salvadores para la humanidad y con logros muy positivos.
   
  
   
   
       En esta dialéctica entre conservadurismo y aperturismo, lo que
 no es legítimo ni cristiana ni humanamente es el juego sucio para 
obtener ventajas para la opción que uno prefiere, desplazando con malas 
tretas a los defensores de opciones distintas a la nuestra. Y aún es 
menos legítimo que los que practiquen el juego sucio sean aquellos a 
quienes se les ha encomendado la función de ser promotores de la 
comunión eclesial, con la colaboración no solo de sus linieres  afines, sino de todos los creyentes implicados en el juego.
   
  
   
   
       Viene esto a cuento porque se están repartiendo entre nosotros
 demasiadas tarjetas amarillas y hasta rojas por parte de los árbitros 
-léase, obispos...-, con ánimo de dejar fuera de juego a muchos de 
partícipes destacados de la tendencia distinta a la de aquellos.
   
  
   
   
       En efecto, Joxe Arregi, Jose Antonio Pagola, José Ignacio 
González Faus, José Antonio Estrada, Jon Sobrino, Andrés Torres Queiruga
 y un largo etcétera han sido amonestados y en algunos casos expulsados 
del terreno de juego sin que el árbitro -obispos o curiales...- hayan 
justificado adecuadamente el motivo de la sanción. Esta falta de razones
 es escandalosa y para muchos que conocemos la calidad humana de los 
represaliados, su profundidad espiritual, su fidelidad a la fe católica y
 su amor a una Iglesia renovada, en la línea del último Concilio de la 
Iglesia católica, es dolorosa y desorientadora.
   
  
   
   
       Este estilo marrullero -por llamarlo de una forma benévola- de
 una parte de la jerarquía católica no es algo nuevo. Se practicó contra
 los teólogos que, después, fueron las figuras luminosas en el contenido
 aperturista del Concilio Vaticano II: Karl Rahner, Yves Congar, Henri 
de Lubac, Edward Schillebeeckx, Bernhard Häring y hasta el propio Juan 
XXIII en sus tiempos de profesor. Y si miramos hacia atrás constatamos 
que fueron hostigados injustamente por la jerarquía personas santas y 
clarividentes como Fray Luis de León, San Juan de Ávila, Santa Teresa de
 Jesús, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, o el obispo 
Carranza, muerto tras diecisiete años en la cárcel de la Inquisición.
   
  
   
   
       Traigo esto a colación porque el señor Mario Iceta, obispo de 
Bilbao, acaba de prohibir que Andrés Torres Queiruga imparta libremente 
una conferencia sobre Dios, en un mundo injusto en el Instituto
 Diocesano de Teología y Pastoral de Bilbao. Para quien no lo conozca, 
quiero señalar que Andrés Torres Queiruga es doctor en filosofía y 
teología, profesor de teología fundamental en el Instituto Teológico 
Compostelano y de Filosofía de la Religión en la Universidad de Santiago
 de Compostela. Es, además, cofundador de Encrucillada: Revista Galega de Pensamento Cristián,
 miembro numerario de la Real Academia Galega y el único miembro del 
Estado español (con Jon Sobrino, que figura como salvadoreño) en el 
Consejo Editorial de la Revista Internacional de Teología Concilium, una de las más prestigiosas de teología en el mundo. Pues bien, el Sr. Iceta lo ha vetado.
   
  
   
   
       Pueden argüirme que el obispo puede decidir por si solo sobre 
estas cuestiones. Pero el que así argumente no conoce ni papa (¡también 
es coincidencia!) del modo propuesto por el evangelio y por la mejor 
tradición cristiana para el ejercicio de la autoridad en la comunidad 
creyente. El modelo cristiano del que preside la comunidad no es el de 
la monarquía absoluta: El rey (el obispo) soy yo, sino el del Cuerpo de 
Cristo, es decir, el de la comunión de la cabeza con el resto de los 
miembros del pueblo de Dios y de estos con la cabeza; una comunión que 
para ser verdadera tiene que tener estructuras y manifestaciones de 
corresponsabilidad eficaces y visibles.
   
  
   
   
       En el caso que nos ocupa, el Sr. Iceta ha decidido condicionar
 la presencia de Torres Queiruga en contra de la decisión consensuada 
por la dirección del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral 
responsable de organizar dicha conferencia. A quienes me repliquen que 
el Sr. Iceta puede consultar -y tal vez lo haya hecho- a sus asesores 
particulares, les respondo que esta réplica no ha lugar en una 
institución que tiene sus órganos de consulta oficializados (a decir 
verdad, un tanto descafeinados, por el nombramiento a dedo por el Sr. 
Iceta de no pocos de sus miembros).
   
  
   
   
       Consulte en hora buena el señor obispo a quien quiera, siempre
 que no omita la consulta a los órganos oficiales establecidos para 
ello. Hay que advertir, además, que la consulta oficial no es un acto 
meramente formal, sino que implica dejarse interpelar por las razones 
esgrimidas por todas las partes interesadas y dar razón clara de las 
posturas de cada cual.
   
  
   
   
       Alguien puede decir que la cuestión no es relevante, pero sí 
lo es porque este proceder de forma individual del Sr. Iceta lo que 
revela es el modelo de presidencia de la comunidad diocesana en este y 
en otros muchos asuntos y, sobre todo, el modelo de la evangelización 
diocesana en clave conservadora. Y estas cuestiones sí son 
determinantes.
   
  
   
   
       Desde un punto de vista no eclesial hay otro aspecto a 
destacar. La sociedad actual difícilmente entiende que una presidencia 
no dé razones claras y suficientes de sus decisiones. Hace tiempo que se
 considera un pecado civil tomar decisiones quoniam nominor leo,
 que, referido a la cuestión que nos ocupa, se traduce esto es así 
porque soy el obispo. La sociedad civil ha madurado hasta concluir que 
es necesario que toda autoridad debe dar razón de sus decisiones y así 
se lo exige a los jueces (hasta en el fútbol), a los gobernantes, etc. 
Decidir algo que afecta a toda la comunidad sin razonar con esta es 
despreciar uno de los modos más eficaces para evangelizar y para ser 
evangelizado, algo que nadie, pero menos los cristianos, debemos 
menospreciar. Y aún menos los constituidos en autoridad.
   
  
   
   
       Puestos a buscar soluciones consensuadas, el Sr. Iceta pudiera
 haber aceptado la propuesta de una doble conferencia: una impartida por
 el Sr. Torres Queiruga y otra por un ponente que él, en clave 
conservadora, hubiera elegido. Ni por esas. Esta actitud lo que revela, 
más que un espíritu de comunión, es un temor cerval a contrastar las 
distintas opciones evangelizadoras ante el pueblo creyente y una falta 
de confianza en la madurez del pueblo cristiano, que sabe discernir lo 
bueno de lo malo y no necesita de paternalismos episcopales para 
preservarnos de doctrinas perniciosas.
   
  
   
   
       Si, por lo leído hasta ahora, alguien estuviera pensando que 
el autor de este escrito es uno de esos perversos descarriados enemigos 
de la Iglesia católica, quiero simplemente recordar algo que el Papa 
Ratzinger, comentando el Concilio Vaticano II, escribió en su libro El Nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología
 (año 1969): "La autoridad eclesiástica no puede suplir la pericia de 
los órdenes respectivos de la realidad, sino únicamente reconocerla. 
Tampoco puede suplir la competencia científica de la teología, sino que 
debe también reconocerla y darla por sentada como tal".
 Sebastián Gartzia Trujillo, profesor del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral