Durante los días 12 al 15 de Agosto se ha celebrado en Segovia la XIV Asamblea General de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), con una participación de 600 militantes bajo el lema: "Tendiendo puentes, derribando muros. Iglesia en el mundo obrero tejiendo vínculos de fraternidad”.
Dicho
encuentro ha sido un síntoma del tiempo que vivimos, en el que los cambios
profundos se rodean de silencio y omisión. La escasa repercusión mediática,
fuera de los ámbitos de la Iglesia Católica y de la prensa local, contrasta con
la significativa presencia de obispos en la reunión, que se hicieron presentes
no de forma protocolaria, sino con una participación activa durante los días
que duró la Asamblea.
El Papa
Francisco envió un mensaje en el que señalaba la importancia del trabajo como
un componente esencial de la vida y de la dignidad de las personas. Trabajo
que, según nos hizo saber, no es simplemente una actividad productiva, sino un medio para colaborar con Dios en la
obra de la creación, para realizarnos
como seres humanos y para construir un mundo mejor y más justo.
Es posible que a quienes no están al tanto de
las interioridades de la Iglesia no les llame la atención lo acontecido. Pero
basta tener un poco de memoria histórica para recordar el papel trascendental
que jugó la HOAC en los años 50 y 60 del siglo pasado, y cómo los obispos
franquistas se encargaron de disolver una organización que se había vuelto
molesta para el régimen dictatorial de la época. Tras una travesía por el
desierto, los hoacistas empezaron a reconstruir la organización en la década
del 80, con el apoyo de una minoría del clero y del episcopado español.
Tras el
periodo de la transición política -durante el cual soplaron algunos vientos de
democracia en la Iglesia- y desde el
cardenal Tarancón a la Asamblea Diocesana de Bilbao (1984-1987), la Iglesia
española, en general -y su Conferencia Episcopal, en particular- experimentaron
una deriva hacia actitudes y comportamientos ultramontanos que han hecho de
ella, al menos en Europa, una de las más reacias a los nuevos tiempos que ha
abierto el Papa Francisco.
En la actualidad, pocos discuten que se
encuentra, como la de otros lugares del mundo, en una encrucijada: ser un resto
significativo o acabar siendo simplemente un residuo insignificante. La pérdida
de fieles y militantes es una realidad con un claro reflejo estadístico, pues
según el CIS, durante la transición cerca del 90 por ciento de la población se
consideraba católica; hoy solo el 56 por ciento. Y los que participan más
activamente en la vida de la Iglesia han pasado, en el mismo periodo, de ser la
mitad de la población a menos de la quinta parte.
La
incapacidad para leer los signos de los tiempos ha llevado a buena parte del
episcopado, del clero y de los católicos a desarrollar unas actitudes cada vez
más pietistas y una actividad cada vez más centrada en el culto y la vida en
torno al templo. El miedo a la calle -que es como decir el miedo a la vida-
lleva a muchos responsables eclesiales y a no pocos católicos a posiciones de
intransigencia doctrinal y a apoyar las políticas más extremas y reaccionarias.
En general, la Iglesia lleva camino de ser una institución irrelevante en la
vida social y política, más allá de la labor asistencial que organiza a través
de Cáritas o de algunas órdenes religiosas consagradas a los enfermos y a los
pobres.
Por el
contrario, lo que propugna el papado actual
es volver a la Iglesia de Jesús y los apóstoles, es decir, a vivir y
entender que la fe cristiana no se manifiesta en el cultivo de una
espiritualidad introspectiva, individualista y desencarnada, sino en salir al
encuentro del otro, a identificar en el dolor humano el verdadero rostro del
Dios de Jesús, y a desarrollar actitudes de solidaridad y compromiso como
expresión de la religiosidad católica más genuina y auténtica.
Como
subrayó el Papa Francisco en el mensaje dirigido a la Asamblea de la HOAC:
“Nuestra labor como cristianos no se limita a
los muros de nuestras iglesias, sino que nos impulsa a salir al encuentro de
aquellos que más necesitan de nuestro amor y nuestra fraternidad.
Ser una Iglesia que acompaña desde las
periferias del mundo del trabajo implica estar cerca de aquellos que sufren la
precariedad laboral y la falta de oportunidades. Nuestro compromiso no puede
limitarse a discursos o acciones aisladas, sino que debe ser un testimonio
constante de solidaridad y apoyo hacia aquellos que se encuentran en
situaciones de vulnerabilidad laboral y social. Es fundamental que estemos
junto a las personas trabajadoras que se enfrentan a la desesperación y la
exclusión debido a la falta de trabajo. Estamos llamados a ser
personas-cántaros para dar de beber a los demás”.
Esa es la actitud creyente que promueve la
HOAC desde sus inicios en los años 40 del pasado siglo. Y la significativa
presencia episcopal en la Asamblea de esta organización eclesial refleja
claramente la voluntad de una parte del episcopado por lograr que también la
Iglesia española participe de esta renovación y cambio de rumbo que promueve el
papa Francisco.
No hay que ser un lince para intuir que las
resistencias son muchas y que la tarea es y será dura.
Javier Madrazo Lavín
Joaquin Arriola Palomares
Militantes de la HOAC
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