Jesús Martínez Gordo
Los medios de
comunicación social se han hecho cargo ampliamente del derribo de la estatua de
fray Junípero Serra por grupos a favor de las causas indigenistas. Cuesta más acceder
a la carta abierta de José H. Gómez, arzobispo de Los Ángeles (EE. UU.),
indicando cómo la “guerra de exterminio” de los indios fue activada -contando
para ello con la caballería estadounidense- por el primer gobernador de
California en 1851. El franciscano mallorquín había muerto en 1784, después de
haber luchado contra un sistema colonial que consideraba bárbaros y salvajes a
los nativos. Algo semejante se puede decir sobre la relevancia mediática
concedida a la pintada, con la leyenda de “racista”, que ha sucedido a la
petición de Sonia Vivas, concejala de Palma por Podemos, de retirar
“pacíficamente” la imagen de Junípero Serra, ubicada en la plaza de Sant
Francesc y de su posterior encuentro con Sebastià Taltavull, obispo de
Mallorca. Y, otro tanto, sobre la decisión, adoptada por el Pleno del
Ayuntamiento de Durango (Bizkaia) en diciembre de 2017, de quitar el nombre de
fray Juan de Zumárraga a una calle y a
un instituto de la localidad “en desagravio a las mujeres perseguidas y a las
fundadas sospechas que hay de que Zumárraga atentó contra la cultura y las
costumbres indígenas”; aunque, en esta ocasión, sin aclaración alguna por parte
del obispo de Bilbao, pero sí con unas oportunas puntualizaciones por parte de
Sebastián Gartzia, tal y como se puede comprobar (aunque cueste) en la prensa
local de aquellos días.
Estos incidentes han
tenido la virtud de refrescarme el debate que se abrió en 1510 cuando
desembarcaron en La Española (hoy, Haití y Santo Domingo) un pequeño grupo de
frailes dominicos que, encabezados por Pedro de Córdoba, no daban crédito a la
obsesión de los españoles por “hacerse ricos con la sangre” de los indios. Y
cómo estos frailes, contrastando la “ley de Cristo” con la gravedad de la
situación que veían, decidieron elaborar y firmar todos un sermón que
pronunciará Antonio de Montesinos el cuarto domingo de Adviento de 1511: “¿con
qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a
estos indios?” ¿Cómo es que “los matáis por sacar y adquirir oro cada día?”
“¿No son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?” “¿No estáis obligados a
amarlos como a vosotros mismos?”. Es cierto que tales palabras produjeron algún
asombro y compunción entre unos pocos, pero también que nadie de los presentes
se convirtió. Prueba de ello fueron las airadas reacciones de la inmensa
mayoría, así como las posteriores acusaciones y presiones ante los superiores
de los frailes. A partir de este sermón se abrió lo que, desde entonces, se
conoce como “la controversia de las Indias” que el peruano Gustavo Gutiérrez
(padre de la teología de la liberación) establece en términos de optar por “los
Cristos azotados de nuevo”, que eran los indios, o por el fetiche del oro y de
la codicia.
A este pequeño grupo de
dominicos se sumaron, un poco más tarde, Bartolomé de Las Casas y los
franciscanos. Enfrente tuvieron a
la inmensa mayoría de los españoles (incluidos muchos religiosos) y el discurso
alternativo que -liderado por García de Toledo, recogido en el llamado “Parecer
de Yucay” y seguido por Acosta- no tenía reparo alguno en convertir el oro en
la mediación que posibilitaba la presencia de Dios en las Indias: “Dios,
sostenían, proveyó de metales preciosos a estas tierras a fin de que -aunque
por la codicia- les fuera llevada la salvación cristiana”. Fray Bartolomé de
Las Casas denunció esta lectura idolátrica: “yo dejo en las Indias a
Jesucristo, nuestro Dios, azotándolo y afligiéndolo y abofeteándolo y
crucificándolo, no una, sino millares de veces, cuanto es de parte de los
españoles que asuelan y destruyen aquellas gentes (…) quitándoles la vida antes
de tiempo”. También Guamán Poma (1534-1615), cronista amerindio de
ascendencia incaica, constató perfectamente las diferencias entre ambas opciones
cuando denunció que “al pobre menosprecian los ricos y los soberbios sobre
ellos, pareciéndoles que donde está el pobre no está ahí Dios y la justicia.
Pues ha de saberse claramente con la fe que donde está el pobre está el mismo
Jesucristo; donde está Dios está la justicia”.
En esta “controversia
sobre las Indias” se ventilaba la transparencia en la que es perceptible y se
entra en relación con lo que se dice cuando se dice Dios: mientras que para la
inmensa mayoría de los españoles lo era el oro o el sanguinario Dios “Mamón”,
para las Casas y los frailes lo eran los indios o “Cristos azotados de nuevo”.
He aquí un valiente posicionamiento que, liderado por un puñado de dominicos y
franciscanos, será reconocido como el punto de partida más importante para la
Declaración universal de los derechos humanos. Habrá que continuar
reivindicando y escribiendo una historia que, crítica y rigurosa, nos permita
seguir diferenciando el niño del agua sucia, no olvidándonos del primero y que,
por supuesto, no nos incapacite para dejarnos interpelar por los gritos de las
victimas actuales.
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