Jesús Martínez Gordo
Con motivo de la
finalización del año de la misericordia, el papa ha concedido a los sacerdotes “la
facultad de absolver a quienes hayan procurado” el aborto; una potestad
reservada hasta el presente a los obispos. Y lo ha hecho indicando que, aún sin
dejar de ser “un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente”,
reconoce, a la vez, que “no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no
pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido”.
Las reacciones no se han
hecho esperar.
Los más rigoristas le han
acusado de ser el valedor del relativismo moral que carcome nuestra sociedad, así
como del “sometimiento” de la Iglesia al “espíritu del tiempo” y de su
adentramiento en una inseguridad moral que no existía, ¡cómo no! en tiempos de
Juan Pablo II. Son personas y colectivos que no comparten lo dicho por
Francisco el pasado 18 de febrero: el aborto, a diferencia del empleo del
preservativo o de la píldora contraconceptiva, “no es un mal menor”. “Es echar
fuera a uno para salvar a otro, en el mejor de los casos” o “para vivir
cómodamente”. Esto, indicó, es “un problema humano”; “un mal” que debe ser
“condenado” por sí mismo. Argumentando de semejante manera, mostraba conocer el
debate que, iniciado, en la década de los noventa entre la llamada mentalidad o
“razón abortista” y los partidarios del “derecho de nacer”, persiste en
nuestros días.
Para los primeros, el
aborto es un asunto exclusivo de la mujer. Para los segundos, una decisión sobre
la que todos pueden decir una palabra, habida cuenta de que afecta a otro ser
humano en situación de indefensión absoluta ante sus derechos no reconocidos. Cuando
se justifica “deshacerse” sin contemplaciones del otro, “la razón abortista” se
ataca a sí misma como razón humana ya que niega lo humano de la solidaridad, en
aras de la afirmación exclusiva de lo humano del egoísmo. Slogans y axiomas tales
como “derecho al aborto”, “aborto libre y gratuito”, “nuestro cuerpo nos
pertenece” y “nosotras parimos, nosotras decidimos” manifiestan una mentalidad
en la que sólo se reconocen los derechos de los que tienen fuerza o voz para
defenderlos. Y, de paso, radiografían la situación de los derechos humanos en
nuestro mundo. Al feto o “nasciturus”, “que es lo más débil, lo menos aparente
y lo más indefenso en el nivel humano, no se le reconoce el derecho de nacer,
que es el primer derecho humano” (J. I. González Faus). Por eso, la razón
abortista, dejada a su lógica inmanente, significa el triunfo del fuerte sobre
el más débil y de ese “individualismo rapaz” que no admira más vida que la
propia, que falsifica la libertad y que viola los derechos de los que no tienen
fuerza para defenderlos.
Tradicionalmente, semejante
comportamiento y negación de los derechos del más débil, ha sido el santo y
seña de la mentalidad que suele llamarse “de derechas”. La izquierda, al menos,
la llamada “sensibilidad de izquierdas”, laica o católica, ha buscado defender los
derechos de los más débiles e indefensos. Es difícilmente cuestionable que cuando
la izquierda hace suya tal lógica pragmatista está perdiendo su identidad, si
pretende seguir siéndolo de manera coherente. Vistas estas incongruencias, no
le queda más remedio que una autocrítica y centrar el discurso no tanto en
bendecir la mentalidad o la “razón abortista”, sino en reconocer la existencia
de situaciones-límite y conflictos de derechos en los que es imposible aplicar
deductivamente las normas morales: solo queda, quizás, aceptar el mal menor,
tal y como se constata en los supuestos de peligro para la vida de la madre,
malformación del feto y embarazo por violación. Así entendido, el aborto ya no es
un derecho, sino un recurso desesperado ante el instinto de supervivencia. En
definitiva, la salida, penosa y dramática, que, en nombre de la solidaridad, del
respeto y del acompañamiento a quien padece tan fatales situaciones, está por
encima de toda imposición extrínseca.
Los grupos “pro vida”
han de reconocer que, argumentando y procediendo de esta manera, no se aboga
por moralizar el aborto, sino por reconocer que es una situación-límite que,
precisamente, por serlo, no puede universalizarse. Finalmente, no estaría de
más que, ante la legislación sobre el aborto en los países insolidarios, algunos
de estos colectivos, y otros legítimamente preocupados, se plantearan la
posibilidad de crear algo así como fundaciones para proteger la vida de
aquellos a quienes hoy se niega el derecho a nacer. Y que apostaran por ello sin
dejar de seguir trabajando en favor de los derechos de todos los nacidos,
habida cuenta que el derecho a la vida, que tan tenazmente defienden, no está
referido solo al vientre de las mujeres (y más si son pobres), sino también, y,
sobre todo, a los bolsillos y cuentas corrientes de los ricos. Si fueran
capaces de proceder así, su denuncia (muchas veces estéril y poco matizada)
acabaría teniendo una indudable fuerza moral y una mayor acogida social.
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