Jesús Martínez Gordo
“Además de pagarles las pensiones, ‘comernos’ tres meses de confinamiento y tener que vivir ‘paramilitarizados’, ahora, en pleno verano, nos prohíben divertirnos para no contagiarlos. Mejor que se mueran de una vez y nos dejen en paz…”. Este descarnado comentario -conjunción de crueldad, alcohol y visceralidad- fue proferido hace unos días, de madrugada, después de haberse cerrado unos locales de copas. Lo transcribo tal y como me lo ha contado un veraneante en la costa cantábrica. Al escucharlo, me he dicho, que era hora de pensar en voz alta sobre este “descarte de los ancianos” en la sociedad y, particularmente, en las residencias a lo largo de lo que parece haber sido la primera fase de la pandemia.
A fecha de hoy, todavía no contamos con datos fiables sobre el número exacto de los fallecidos. Ni tampoco con informes de por qué ha pasado lo que ha pasado y cómo se podría haber evitado. Así lo reconocen, por ejemplo, las Juntas Generales de Bizkaia cuando solicitan a la Diputación un Informe al respecto. Y también el mismo Ministerio de Sanidad cuando indica que, según las fuentes entonces disponibles, el total de muertes en residencias oscilaba, a 20 de junio, entre 27.359 y 32.843. Semejante carencia de datos y diagnósticos ha reforzado la convicción de que algo muy serio está pasando; y no para bien. Quizá, por ello, sea preciso recoger algunas de las valoraciones y propuestas que se vienen escuchando desde hace unas semanas. R
etengo un par.
En la primera -tomada de Atrio, un blog que cuenta con una notable presencia de personas mayores -, he asistido a un interpelante aporte. Ante la extrema saturación hospitalaria y la limitación, entre otros materiales, de respiradores y bajo el grito del “sálvese quien pueda”, recuerda uno de sus miembros, los (ir)responsables sanitarios optaron por la desatención de los ancianos. Lo prueba la recomendación, emitida en voz baja, de no hospitalizar a quienes tenían mal pronóstico e, incluso, el envío de circulares a las residencias para que no remitieran a los afectados a los centros sanitarios. El resultado es el ya conocido: un porcentaje muy alto de ancianos fallecidos a los que no solo se les han negado las debidas atenciones médicas o, por lo menos, los cuidados paliativos y la cercanía de los suyos, sino también unas honras fúnebres.
Esta (in)humana praxis resulta, según sostiene otro, de sacralizar los famosos protocolos de intervención presididos por un darwinismo social (el pez fuerte se come al débil), por más que no hayan faltado mayores dispuestos a sacrificarse por sus hijos y nietos: “me parece bien que primero vayan los niños y los jóvenes. Nosotros ya hemos vivido suficiente, aunque no estaría de más que nos lo consultaran antes”. Es demoledor y hiela la sangre que se hayan aplicado estos protocolos. Pero lo es más que no haya habido una sola voz disidente, que haya trascendido mediáticamente, entre los urgidos a aplicarlos.
Aquí, ha indicado otra persona, no estamos ante la victoria de la moral estoica, sino ante el triunfo de un cinismo brutal que hunde sus raíces en un feroz pragmat
ismo economicista: un día en UCI, ha señalado, cuesta a la sanidad pública entre 1.600 y 1.800 euros. Un ingresado de Covid-19 ha estado de media 30 días, 51.000€. Si se hubieran ingresado los más o menos 19.000 residentes en UCI hospitalarias, hubiéramos gastado 969.000.000€. Como no han ido, nos los hemos ahorrado. A ellos hay que añadir 19.000 pensionistas menos al tipo de media de pensión anual de 14.000€ año, 266.000.000€ que se ha ahorrado la Seguridad Social. ¿Cómo hemos llegado a primar estas consideraciones?
La segunda, la tomo de Sant Egidio (Italia), la institución que, entre otras iniciativas, ha puesto en marcha los corredores humanitarios: la crisis ha evidenciado que los ancianos (y no, otros colectivos) son los más frágiles de nuestra sociedad. Si el progreso humano se juega en políticas solidarias, sostiene, no es de recibo la institucionalización de los mayores. Por eso, y frente a ella, defie
nde que “vivir es estar con la familia” y en la casa propia, no en una residencia. Los ancianos acogidos en sus programas viven cuatro veces más que los residenciados; y viven mejor; sencillamente, porque las residencias son auténticas cárceles de oro.
Además, en conformidad con tal criterio, denuncian el sacrificio de sus vidas en beneficio de otras (manifiesto “sin ancianos no hay futuro”). Disienten frontalmente de una “sanidad selectiva” que, habida cuenta de su mayor vulnerabilidad y avanzada edad, considera “residual” su existencia en favor de los más jóvenes y sanos; algo inaceptable no solo desde el punto de vista religioso, sino también desde el de los derechos humanos y la deontología profesional. Ningún “estado de necesidad”, indican, justifica semejante “barbaridad”. Y menos, que “se produzca a través de una imposición, ya sea del Estado o de las autoridades sanitarias”. Urge “una revuelta moral”, obviamente, en términos de solidaridad. Mientras, continúa con sus programas de intervención; accesibles, para los interesados, en su página web.
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