Jesús Martínez Gordo
La vida
eclesial y civil de estas últimas semanas se han visto convulsionadas por la
catástrofe moral de la pederastia clerical. Según el Informe de la Corte
Suprema del Estado de Pensilvania, 300 sacerdotes católicos abusaron
sexualmente de más de 1.000 niños desde la década de 1940. La denuncia se suma
a las realizadas no hace mucho en México, Irlanda y Boston y, más
recientemente, en Australia y Chile.
Muy probablemente, esta lista, tan
dramática como escandalosa, se incrementará en los próximos meses y años. Es
cierto que no han faltado reacciones, sobre todo en EE. UU., criticando la
falta de consistencia del Informe en puntos concretos y recordando que los
casos de pederastia denunciados son una gota en comparación, por ejemplo, con
la existente en los centros de menores tutelados por los Estados e, incluso, en
el seno de las mismas familias. Y también lo es que tampoco han faltado quienes
han traído a colación la denuncia recogida en el informe de “Save the
Children”, (“Ojos que no quieren ver”, septiembre 2017) sobre la extensión de
este drama de abusos sexuales en España: entre un 10 y un 20 por ciento de la
población ha sido víctima de ellos en la infancia (entrenador deportivo,
profesor, monitor de ocio y tiempo libre).
Sin embargo,
la reacción más esperada y contundente ha sido la del papa Francisco: sin
cuestionar, para nada, el problema denunciado, ha hecho propio el “sufrimiento
vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia
cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas”. Lo ha
calificado de “crimen” y ha urgido “a pedir perdón” y “reparar el daño
causado”. Seguidamente, ha indicado que se ha de “generar una cultura capaz de
evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren
espacio para ser encubiertas y perpetuarse”. Y, adentrándose en las posibles
soluciones, ha apremiado a los católicos a que participen de manera activa en
la superación del “clericalismo”, esa “anómala manera de entender la autoridad
en la Iglesia, tan común en muchas comunidades en las que se han dado las
conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia”.
La
intervención de Francisco ha sido bien acogida entre la inmensa mayoría del
episcopado mundial, exceptuada la salida de tono de Carlo Maria Viganò quien,
en sintonía con los sectores más ultraconservadores, se la tiene jurada. Pero ha sido criticada por muchos católicos, particularmente,
por parte de algunas personas directamente afectadas: está muy bien, han
denunciado, el coraje crítico y autocrítico del papa Bergoglio, pero, además de
audacia y lucidez analítica, se requieren determinaciones concretas que
erradiquen esta lacra. El eco que ha tenido esta valoración explica que durante
unos días se haya generado el rumor de que, en breve, se daría a conocer una
nueva batería de decisiones al respecto; sobre todo, referidas directamente al
encubrimiento de tales casos por parte de los obispos. Desde la Santa Sede no
se ha tardado en señalar que ya hay legislación sobrada al respecto. Como
mucho, habrá que realizar pequeños retoques, tratando de mejorar la ya
existente. A partir de ahora -se ha recordado- hay que ponerse manos a la obra
e intentar activar en cada diócesis los mecanismos que permitan afrontar y
reparar estas tragedias en concreto y el problema de fondo que lo provoca: el
clericalismo.
Acogiendo esta
última invitación, me permito proponer la celebración -más pronto que tarde- de
Asambleas o Sínodos diocesanos que culminen en uno general de la Iglesia
española. En ellos habría que afrontar, entre otros asuntos, la cuestión del
clericalismo y la insoportable hipoteca que supone para el futuro de nuestras
iglesias. Sería una magnífica ocasión para, además de dar voz a las víctimas de
estos crímenes y reparar algo del mucho daño causado, reivindicar, por ejemplo,
la participación de todos los bautizados en la elección de sus respectivos
obispos y para proponer la promoción de nuevas maneras de acceder al
sacerdocio: no solo que los casados puedan serlo (los llamados “viri probati”)
o que el celibato sea opcional, sino que, en casos, cada día más normales, de
ausencias prolongadas de curas, algunos laicos sean elegidos para ser ordenados
y presidir sus comunidades por un tiempo determinado; finalizado el cual,
dejarían de ejercer como tales (los sacerdotes “ad casum” y “ad tempus”).
Obviamente, también las mujeres deberían ver abierto su paso al sacerdocio. Que
Jesús no las eligiera apóstoles en su tiempo no quiere decir que lo prohibiera
o impidiera hoy. Nada de eso. Y más, visto que su comportamiento fue
revolucionario frente a la situación que padecían en aquella época.
¿Habrá, entre
nosotros, obispos, que -acompañados por sacerdotes, religiosos y laicos- tengan
el coraje requerido para que algo de esto sea posible y se comience a erradicar
la pederastia eclesial y el clericalismo que lo funda y sostiene? Me gustaría
poder responder de manera afirmativa, pero me temo que el silencio -o, como
mucho, el lamento- sean, por más que duelan, las respuestas previsibles ¡Ojalá
me equivocara!
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