Jesús Martínez
Gordo
Si no me equivoco, es la primera vez que más de 1.300 millones de ciudadanos son emplazados a opinar sobre cómo quieren que se gobierne la Iglesia. Es la decisión que ha tomado el Papa Francisco convocando un Sínodo de Obispos que, constando de tres fases, va a tener su momento más importante en octubre de 2023. En la primera etapa, ya iniciada, se emplaza a todos los católicos y personas interesadas -más allá de su adscripción religiosa- a diagnosticar y proponer lo que estimen oportuno sobre cómo ser una “Iglesia sinodal”, es decir, sobre cómo “caminar juntos” (que eso significa “sin-odos”). A esta primera etapa sucederá otra continental y, finalmente, el Sínodo mundial de obispos en Roma. Me ahorro reseñar el escaso -por no decir, nulo- entusiasmo con que, entre nosotros, ha sido acogida esta iniciativa por parte de la jerarquía eclesiástica; y no solo por ella.
Desgraciadamente,
no contamos con una tradición sinodal como la tienen otras iglesias centroeuropeas,
latinoamericanas o las estadounidense y australiana. Y cuando lo hemos ensayado
-celebrando Asambleas diocesanas o implementando instituciones con alcance
deliberativo- nos “han zurrado de lo lindo”, es decir, nos han impuesto obispos
cuya primera misión ha sido desactivar dicho alcance deliberativo y silenciar lo
que, desde el Vaticano II, se llama “la voz del pueblo de Dios”; como es el
caso, al menos, de las diócesis del País Vasco.
En esta
política de sofocamiento y afirmación autoritaria de la jerarquía, es
tristemente referencial el castigo infligido a la iglesia holandesa por Juan
Pablo II. En vez de abrir un diálogo sobre lo sinodalmente debatido y aprobado,
el Papa Wojtyla convocó en Roma a sus obispos para decirles que este modo de
“caminar juntos” se había acabado; que tenían que ir al frente del “rebaño”, atendiendo,
por supuesto, más a las indicaciones que venían de la Sede primada que a lo acordado
con los católicos holandeses. El resultado de tal “reorientación” es bien
conocido: una hemorragia, silenciosa e imparable, hasta llegar a ser -como lamentablemente
se constata en la actualidad - una comunidad católica casi inexistente. El Papa
polaco -defendiendo una concepción absolutista y monárquica de la jerarquía en
nombre de la verdad- no tuvo problema alguno en sacrificar esta floreciente iglesia.
A diferencia de los pontificados de Juan Pablo II y
Benedicto XVI, Francisco asume, sintonizando con el Vaticano II, que se ha de
escuchar al “pueblo de Dios”, “infalible cuando cree”.
Se entiende -como he adelantado- que los nervios se
hayan desatado en una buena parte del episcopado mundial. Y también fuera de la
Iglesia, particularmente en aquellos lobbies habituados a controlarlo todo.
Quizá, por ello, estamos escuchando estos días que existe una clara diferencia entre
la sinodalidad eclesial y la democracia representativa mayoritaria, intentando
despistarnos de que, igualmente, existen estructuras jerárquicas en la forma
democrática moderna de convivencia. Y que el problema a debatir en este Sínodo
no es el que pasa por yuxtaponer jerarquía a democracia, dando por
incuestionable la primera, sino por imaginar y proponer modos alternativos a la
manera absolutista y monárquica de la autoridad, incuestionable hasta el
presente en la gran mayoría de las instituciones católicas. Tal concepción y
ejercicio autoritario, se recuerda, es el principal obstáculo para la
implementación efectiva de una Iglesia sinodal en la que la escucha no sea un
mero ejercicio retórico, sino un espacio de discernimiento y verificación que tiene
su propia normatividad y que el cuerpo jerárquico no puede ignorar en virtud de
la ordenación sacramental.
Pues bien, en orden a avanzar en esta dirección, me
permito indicar varios puntos que sería bueno proponer y reivindicar en esta
primera etapa sinodal para que, al menos, alguno de ellos acabara siendo un
clamor eclesial
El primero, que los obispos sean nombrados por un tiempo
determinado con la participación del pueblo de Dios, bien sea eligiendo uno de entre
tres candidatos que pueda enviar la Santa Sede, bien sea presentando una terna para
que el Vaticano escoja uno. El segundo, que -siendo el cuidado de la unidad de
fe y de la comunión eclesial la razón de ser de la autoridad en la Iglesia- lo normal
es que lo aprobado por mayoría cualificada en los Sínodos, Asambleas y diferentes
consejos eclesiales quede ratificado tanto por el Papa como por los obispos y sacerdotes,
si no se atenta contra dichas fe y comunión eclesial. El tercero, que el laicado
pueda desempeñar tareas de gobierno y de magisterio -hasta el presente reservadas
a los obispos, presbíteros y diáconos- ya que ellos también están investidos de
“autoridad” por el bautismo. El cuarto, que se establezcan Sínodos o Asambleas diocesanas
regulares en todas las diócesis e iglesias del mundo. Y el quinto -de momento,
último- que se instituya un Sínodo mundial no solo de obispos, sino de todo el pueblo
de Dios con representantes del laicado, religiosos y religiosas, presbíteros y diáconos.
Ya sé que habrá quien diga que estoy formulando
propuestas imposibles “porque no es el momento para ello”, es decir, porque son
“imprudentes”. Bueno, si esa es toda la fuerza de su argumentación, entiendo -a
diferencia de ellos- que ha llegado la hora de insistir “a tiempo y a
destiempo, con ocasión y sin ella”. Es más, creo que se nos ha convocado,
precisamente, para decir lo que nos parezca más conveniente. Por eso, me
permito acabar estas líneas formulando un deseo todavía más “imprudente”, pero
igualmente necesario: ¡Ojalá este Sínodo sea el primer paso hacia un Concilio
Vaticano III, por supuesto, de matriz indudablemente sinodal!
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