Cuanta más proyección tiene una actividad más ejemplaridad le debería ser exigible, escribe Mikel Mancisidor en DEIA.
LA semana ofrece hasta tres oportunidades de hablar de fútbol sin salir de las páginas de política. Así como cuando uno cae en una tentación es preferible enlodarse hasta el fondo antes de comprometerse con el propósito de enmienda, así voy a comentar no una ni dos sino las tres historias.
La primera trata del viaje de familiares de jugadores y directivos a las finales de copa. Este caso ilustra hasta qué punto hemos aceptado que el fútbol profesional y su entorno están más allá de las normas generales. La sorpresa con la que los señalados han reaccionado a las críticas es significativa. Las normas sanitarias, según su explicación, son para usted y para mí, son para los trabajadores de la cultura y de los espectáculos, para los hosteleros y los deportistas aficionados, pero no para los familiares de jugadores y directivos a los que se les aplicaría, como a los militares y a los religiosos de tiempos pasados, fuero aparte y jurisdicción propia: los que decida la Federación. La imagen de familiares animando a sus muchachos en Sevilla mientras, por ejemplo, yo no puedo visitar a mi padre que vive a 20 kilómetros es ofensiva. No quiero ni pensar lo que deberían sentir quienes han cerrado sus negocios o han quedado en la calle como resultado de esas normas limitantes que habíamos asumido como necesarias pero que resulta contienen cláusulas de aplicación diferente según grupos de privilegio en cuya cúspide está el fútbol profesional. Cuanta más proyección tiene una actividad más ejemplaridad le debería ser exigible. El efecto desmoralizante de este contraejemplo es desolador y su efecto desvertebrador letal: dinamita la cohesión social cuando más la necesitamos. Los protagonistas –auténticos burladores en Sevilla– deben reconocer el error y pedir perdón de manera tan pública como lo fue el agravio. Las autoridades no pueden mirar hacia otro lado y deben revisar sus capacidades sancionadoras.
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