Jesús
Martínez Gordo
Ahora que nos hemos dado cuenta de que Dios y rezar no
sirven para nada, sería la ocasión para dar el presupuesto de la Iglesia a la
sanidad”. Así se leía en uno de los whatsapps que he recibido estos días. Más
allá de que siempre haya quien, aprovechando que San José era carpintero,
quiera hablar de la confesión, me interesa reflexionar en voz alta sobre una
vieja cuestión que, formulada hace más de dos milenios por Epicuro, reaparece
en estos tiempos con particular fuerza y que se puede reformular en estos
términos: “¿Quiere Dios evitar el coronavirus, pero no puede? Entonces es
impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere?
Entonces, ¿por qué existe el coronavirus?”.
Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la
contradicción –existencial y racional–que funda), es normal que se asista no
solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso,
sino también a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del
agnosticismo-ateo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos,
probablemente el que me ha resultado más llamativo estos últimos años, es el
testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman sobre su tránsito de la fe
cristiana a la increencia por no haber podido soportar esta contradicción entre
un Dios omnipotente y bueno con la existencia, en su caso, del mal, en general.
Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible
contrapunto, no solo la existencia de personas (en el caso de Etty Hillesum)
que descubrieron la fe en plena Shoah o exterminio nazi, sino que tampoco
faltan en nuestros días las que sostienen que éste -el problema del mal o del
Coronavirus y Dios- ha de afrontarse en términos estrictamente racionales. Y
así ha de ser porque la muerte, prematura e injusta, y la que se ceba en los más
débiles, nos afecta a todos: seamos deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos
e incluso antiteístas e indiferentes. Ya no vale, apuntan, criticando a estos
últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la
teísta negando la existencia de Dios y quedarse, según los casos, plácida,
tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante
respuesta o ensayo de explicación alternativa –que no acaba de eludir la
perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, una
explicación racionalmente más firme que la creyente. De ninguna manera.
Quizá, por ello, en los últimos años los teólogos han
seguido reflexionando sobre la cuestión. En concreto, he encontrado tres
ensayos de explicación que merecen la pena ser tenidos en cuenta estos días. Me
tomo la libertad de indicar lo que considero más sustancial de sus respectivas
aportaciones en estas circunstancias: la de J. A. Estrada; la de J.-B. Metz y
la de A. Torres Queiruga.
Juan Antonio Estrada declara “imposible” el intento de
armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente. No se puede
exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un
ser malvado a costa del sacrificio de las personas. Es más sensato reconocer
que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema,
habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida, muy lejos
de la indiferencia o la desesperanza: quien, como es su caso, se autocomprende
como un cristiano, sabe que el problema le sobrepasa racionalmente pero, a la
vez, que también tiene motivos más que sobrados para combatir el mal, en
particular, el injusto y antes de tiempo, como lo hizo Jesús de Nazaret,
estando al lado de los que lo padecen, curando, acompañando, alentando.
Sin dejar de reconocer el silencio (racional) en el que
habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de
Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a
pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas. He aquí el punto de
partida de la explicación ofrecida por J.-B. Metz. La atención a tales demandas
le lleva a erigir dichos gritos y lamentos en el principio cognoscitivo de todo
y, a la par, a entender la fe cristiana como “memoria de la pasión”, es decir, como memoria de un
Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de todas las víctimas. En
nuestro caso, en primer lugar, como principio cognoscitivo: preguntarse por qué
irrumpe el Coronavirus; por qué se ceba en los más débiles del mundo y de
nuestra sociedad; porqué lo hemos mirado como algo ajeno a nosotros mientras
campaba por China y otros países y por qué es capaz de sacar lo mejor y lo peor
de nosotros. Y, en segundo lugar, como actualización en el tiempo presente de
la tragedia acontecida hace dos mil años en el Calvario y, por ello, en
quienes, como así sucede estas últimas semanas, mueren, porque son ancianos,
enfermos, débiles o profesionales de la medicina o trabajadores en servicios
imprescindibles para la ciudadanía; y, además, sin poder despedirse de sus
seres queridos.
Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su
día por G. Leibniz, sale críticamente al paso de las explicaciones que subrayan
la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el “zimzum”– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la
fragilidad en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo: tenemos, nos guste o no,
fecha de caducidad, habida cuenta de nuestra constitutiva finitud. Nos somos
dioses. La suya es una propuesta dispuesta a mostrar la articulación existente,
y sin estridencias de ninguna clase, entre la insuperable idoneidad del amor
divino –que caracteriza no tanto como el todopoderoso, sino como el Antimal– y
el mal (en nuestro caso, el Coronavirus) que se aloja en la constituyente
limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto.
Éste, recuerda, es un problema, ante todo y, sobre todo, racional, propio de la
condición humana en cuanto tal; no solo de los creyentes. Por eso, nos atañe a
todos y requiere una explicación por parte de todos, más allá de nuestra fe o
ausencia de ella, aunque los creyentes tengamos sobrados motivos y razones para
no desesperar e implicarnos en su erradicación.
Finalmente, creo que no está de más traer a colación lo
sostenido por Paolo Flores d’Arcais en su debate con J. Ratzinger el año 2008,
pocos meses antes de que fuera elegido papa: En lo que toca al “apoyo a los
marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad”, los creyentes
–sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y,
probablemente, carecer de fe hacía “mucho más difícil la capacidad de renunciar
al egoísmo, de sacrificarse por los demás”. Eso no quería decir, matizó, que lo
hiciera imposible. Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y
generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más
trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber
muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso
–discreto y paciente– del día a día: “Ni qué decir tiene –indicó– que un ateo
puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que
resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos
excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no
cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)”. En
síntesis, concluyó, “la piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de
caridad”.
Se agradece poder escuchar (y recordar) un testimonio como
el reseñado. Y más, en estos tiempos en los que creyentes e increyentes
compartimos la tarea de erradicar algo de tanta desolación en este tiempo de
coronavirus; resabios anticlericalistas al margen.
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