Jesús Martínez Gordo
Según “Il Tempo”,
periódico italiano de tirada nacional, el Papa se estaría pensando vender el
Vaticano como posible medida para resolver los problemas que asolan a algunos
de los muchos países pobres. Es algo, apunta el diario a finales del pasado mes
de julio, de lo que se vendría hablando, desde hace tiempo y “a media voz”, en
diferentes dependencias del Estado más pequeño del mundo.
Por su parte, el
diario “Libero” ofrecía una interpretación “política” de lo que tenía toda la
pinta de ser un “culebrón” veraniego: semejante posibilidad estaría agrandando
el desencuentro entre Francisco y el “frente tradicionalista” que, además de
crecientemente nutrido, se viene manifestando, cada día que pasa, más beligerante.
Han sido legión los
lectores que se han preguntado por la razón de conceder tanta relevancia
informativa a lo que, en el mejor de los casos, no deja de ser un comentario
“off the record”. Y, puestos a facilitar explicaciones, no han faltado quienes,
entrando al trapo, han vuelto a cargar las tintas sobre el “buenismo”, el
“populismo” e, incluso, “comunismo” de este alocado Papa que no se entera (o no
quiere enterarse) de cómo funcionan las cosas en los países desarrollados,
incluido, por supuesto, el Estado Vaticano. Ni tampoco quienes, en Italia, han
entendido que tal habladuría presentaba la misma consistencia que la que tuvo,
hace años, el monstruo del lago Ness. No está mal, han ironizado, dedicarse a
lanzar estas cortinas de humo (sin cuestionar su indudable radicalidad
evangélica) y descuidar, aunque sea un rato, la contundente y xenófoba política
migratoria de Salvini y la firmeza que, contra la misma, mantiene el Papa
Bergoglio.
Y aquí, en este país, ha
habido quienes también se han indignado por realzar estos chismes y ocultar -a
diferencia de lo que se constata en Italia o Francia- la inexistencia de
corredores humanitarios. A ellos se han sumado otros que, escandalizados, han
vuelto a recordar la rapidez con que hemos olvidado los cerca de 70 cadáveres
recuperados y las varias docenas de personas reportadas como desaparecidas
estos últimos días en el Mediterráneo. Son tragedias que coexisten -han
insistido- con las de cientos de jóvenes extranjeros que, menores cuando
llegaron, se encuentran (al alcanzar la mayoría de edad) desamparados, sin
protección y expuestos a la violencia de grupos xenófobos, por ejemplo, en
Cataluña, en Madrid y también en el País Vasco y en Navarra. Se lo pueden
preguntar a los capuchinos de Pamplona o a los voluntarios y profesionales de
la parroquia de San Antonio de Etxebarri (Bizkaia).
Más allá de los
comentarios de todo tipo a los que se presta este culebrón estival, puede que
no esté de más reconocer que la habladuría y la resonancia mediática que ha
tenido hubieran sido impensables en el tiempo de sus dos inmediatos
predecesores. Basten, como muestra, dos botones que también pueden ayudar a
explicarla.
El primero, referido a
lo que Francisco ha manifestado recientemente: “La ira de Dios se desatará
contra los responsables de los países que hablan de paz y venden armas para
hacer la guerra” en Africa y en Oriente Medio. Son países “hipócritas” que
tienen la desvergüenza de cerrar sus puertos a quienes huyen de los conflictos
alimentados por las armas que fabrican y venden. Por desgracia, de esto sabemos
bastante aquí, en España, cuando construimos corbetas de guerra para Arabia
Saudí o hacemos de la industria armera un negocio floreciente. Quizá, por ello,
sea mejor seguir hablando de la venta del Vaticano y de sus riquezas o del
lenguaje desagradablemente apocalíptico y despiadado que emplea el Papa
Bergoglio cuando habla de estas dramáticas situaciones. Es más “progre”, además
de económica y políticamente menos costoso…
El otro botón de
muestra, en el seno de la Iglesia, es el que se recrea en denunciar la
inconsistencia del magisterio de Francisco: se asemejaría más al salto de una
rana que al vuelo de águila imperial que, al parecer, sería perceptible en el
de Benedicto XVI o en el de Juan Pablo II. El Papa Bergoglio comparte con sus
predecesores que el mundo está gobernado por una “dictadura”, pero, a
diferencia de ellos, entiende que dicha dictadura no consiste solo en el
relativismo moral, sino también en la absolutización del beneficio, en la
autonomía desbocada de los mercados, en la especulación financiera y en la autorreferencia
como el único horizonte de la existencia. La “medicina” no pasa por aquilatar
discursos o recuperar una religiosidad tradicional, sino por dejarse
“contagiar” a manos de los pobres y crucificados de nuestro mundo, los
preferidos de Dios. Y, desde ellos, conocerLe por connaturalidad y hacerse con
un discurso propio.
No me extraña que haya
quienes, escuchando este magisterio, le acusen de ser un Papa teológicamente
flojo y proclive a dilapidar el patrimonio bimilenario de la Iglesia, esperando
que funcione la cortina de humo… Pero sí me sorprende que haya quienes, en las
antípodas de estos círculos, se lo crean. Sancho ¡qué
cosas hay que oír!
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