Jesús Martínez
Gordo
La subasta de
una carta de Albert Einstein de 1954 por la casa Christie’s (Nueva York) el
próximo mes de diciembre en la que se puede leer que “la palabra de Dios no es
para mí sino la expresión y el producto de la debilidad humana” ha sido
presentada por algunos medios como una irrefutable prueba de que renegaba de la
existencia de Dios.
Es probable que
los promotores, al haber fijado una puja inicial de un millón de dólares, hayan
querido resaltar que la razón de ser de semejante cantidad radica en su
contenido, supuestamente rupturista, con otras declaraciones en las que el genio
de la física moderna se refería a “esa fuerza que está más allá de lo que
podemos comprender” o en las que sostenía que “Dios no juega a los dados”. Sin
embargo, creo que es una temeridad o, en todo caso, una falta de rigor,
interpretar que, con dicha carta, se evidencia la adscripción atea de A.
Einstein. Y lo es porque no se tiene debidamente presente la diferencia que
existe entre reconocerse deísta (Dios se transparenta en el cosmos como
Inteligencia), teísta (concebir a Dios como Persona) y ateo (Ni lo uno ni lo
otro. Solo hay azar y materia).
Esa
trascendental diferencia volvió al primer plano de la actualidad el año 2004,
fecha en la que Antony Flew (el patriarca del ateísmo de raíz
científico-empírica durante el siglo XX) comunicó, en
un simposio celebrado en la New York University, que aceptaba la existencia de
Dios por coherencia con la máxima que había presidido su ateísmo militante:
“sigue la argumentación racional hasta donde quiera que te lleve”.
Su
paso a la creencia no tenía nada que ver con la fe, con las iglesias o con las
confesiones religiosas sino con el reconocimiento de que la explicación creyente
era mucho más firme racionalmente que el ateísmo que había liderado hasta
entonces. Yo, sostuvo, no sé nada sobre la interacción de los cuerpos físicos en
dos partículas subatómicas. Pero estoy interesado en saber, prosiguió, cómo es
posible que puedan existir esas partículas o cualquier otra realidad física e,
incluso, la misma vida. Movido por este interés, busco alcanzar una explicación
racional a partir de las evidencias o pruebas a las que está llegando la
ciencia. Obviamente, continuó, las explicaciones posibles son muchas y
diferentes. Todos sabemos que la superioridad de unas sobre otras se juega en su
mayor o menor consistencia racional, más allá de que se sea educador, marinero,
ingeniero, filósofo, abogado o científico. Tener una u otra profesión no
proporciona ninguna ventaja especial cuando se busca una explicación racional a
partir de los descubrimientos alcanzados, de la misma manera que ser una
estrella de fútbol no suministra ninguna clarividencia adicional cuando hay que
valorar las ventajas profilácticas de cierta pasta dentífrica.
Pues
bien, informó Antony Flew, en mis primeras aportaciones ateas no tuve
conocimiento, entre otras evidencias, del Big Bang. Cuando me percaté de la
fuerza explicativa que presentaba el consenso que se estaba fraguando entre los
cosmólogos, reconocí públicamente que los increyentes teníamos una enorme fuente
de preocupación: se estaba proporcionando una prueba contundente de que el
universo había tenido un comienzo. Ya no valía
seguir defendiendo que
el cosmos era pura, simple y nada más que materia o “porque sí”. Tampoco valía
seguir refugiándose en explicaciones fundadas, de una u otra manera, en el azar
o en la casualidad. Era mucho más racional concluir que “el
Big Bang original requería algún tipo de Primera Causa (desencadenadora)”. El
resultado de ello, concluí, era que no me quedaba más remedio que desdecirme
del ateísmo que había liderado y en el que había militado hasta
entonces.
Como
es de prever, la sorpresa fue monumental. Quizá, por eso,
tuvo que volver a recordar que había dado este paso no por debilidad mental o a
consecuencia de su avanzada edad, sino por coherencia racional con las
evidencias cosmológicas y biológicas que se venían alcanzando desde hacía unos
cuantos años. Partiendo de ellas, percibía más sólida la explicación creyente
que la atea.
En algunos
medios hubo un debate sobre si este tránsito de Antony Flew era al deísmo (a un Dios Inteligencia) o, más bien, al teísmo (a
un Dios personal). Yo entiendo que es a lo primero. Y más, releyendo su
argumentado estudio sobre la explicación que da Albert Einstein del cosmos, de
la naturaleza y de la vida y con la que se identifica. El padre de la física
moderna rechaza, tal y como se constata en la carta que se va a subastar, la
existencia de un
Dios personal, pero, al reconocer el cosmos, la naturaleza y la vida como
lugares en los que se transparenta una Inteligencia deslumbrante e inaccesible
-a la vez que impersonal- asume que el deísmo es la explicación más racional.
Sospecho que los promotores de la puja el próximo mes en Nueva York
desconocen esta diferencia que, salvando las distancias, vendría a ser algo así
como si se confundiera un stop con un ceda el paso o un penalti con un libre
directo dentro del área.
Queda para otra
ocasión, la relación de continuidad y ruptura ente el deísmo y el teísmo y, por
tanto, la entrada en escena de un imaginario de Dios que, además de Inteligencia
es Persona. Por cierto, una idea o representación que, fundada en su
transparencia en la historia como original y sorprendente articulación de Amor y
Justicia, es perceptible, a la vez, como presencia solidaria y ausencia
aguijoneante.
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