Jesús Martínez Gordo
Existe un sector de
cristianos -difícil de cuantificar, aunque puede que no sea muy numeroso- que,
con la llegada de Pedro Sánchez al poder, y de la ideología por él encarnada,
se muestran dispuestos a colaborar y apoyar todas aquellas iniciativas que
permitan regenerar la vida política, administrar de manera honesta y
responsable los recursos de todo tipo, acoger a los emigrantes (incluidos los
que se desplazan por motivos económicos) o promover una nueva convivencia en
libertad y solidaridad entre los diferentes pueblos que conforman el Estado
español.
Sin olvidar, por supuesto, las políticas en favor de la igualdad o en
defensa de las minorías y de los más necesitados. Se da mucha más cercanía,
sostienen, entre el Evangelio y esta izquierda con entrañas humanitarias que la
supuestamente existente entre la fe cristiana y las ideologías y proyectos liberales
o neoliberales de los últimos años. Y no estaría de más recordar, apuntan, la
necesidad de que las diferentes iglesias -particularmente, la católica- fueran
dejando en la cuneta algunas de las muchas inercias que, acomodaticias con el
poder, lastran -como losas- su radicalidad evangélica.
Hay otro sector -también
difícil de cuantificar, pero tengo la impresión de que más numeroso que el
anterior- para el que la llegada al gobierno de la sensibilidad que encarna
Pedro Sánchez augura, más pronto que tarde, una confrontación entre la
izquierda y los cristianos. Y, por extensión, con las religiones en general. La
beligerancia anticatólica, recuerdan, de la que ha hecho gala durante estos
últimos años el actual presidente (y con él, algunos de sus actuales compañeros
de viaje) es la punta de iceberg de una laicidad excluyente y restrictiva:
“denuncia” (en otros momentos, “revisión”) de los Acuerdos entre la Santa Sede
y el Estado de 1979; exclusión de la religión confesional de la escuela;
reducción de la enseñanza privada en favor de la pública o aprobación de una
ley que “regule” el derecho a la libertad religiosa. Con estas y otras
iniciativas, sostienen, se busca retirar la religión del espacio público para
hacer sitio a otra “civil” o laica al precio de asfixiar la pluralidad y la
diversidad de cosmovisiones en dicho espacio. Esta agenda oculta se activará
cuando sea políticamente posible, es decir, cuando la conjunción de dígitos
parlamentarios y expectativas electorales lo permita.
Pero paralelo al debate entre estos dos grupos
existe, también desde hace tiempo, otro entre las filas de la izquierda y del
liberalismo de nuestro país y de Europa. Están, por un lado, los partidarios de
llevar adelante la política de “religión civil” sucintamente reseñada o algunos
de sus puntos más emblemáticos, sin rehuir la confrontación y, cuando sea
posible, recluyendo las diferentes cosmovisiones “no laicas” al ámbito de lo
privado: las religiones -y, concretamente, la católica- son reaccionarias,
oscurantistas, intolerantes e insoportables. Y lo son ejerciendo una tutela
desmedida no solo sobre la vida individual sino también sobre la social. Por
eso, habrán de activarse los medios que sean necesarios con el fin de acallar o
imposibilitar semejantes influencias y recluirlas, en el mejor de los casos, en
la esfera íntima. Este es el santo y seña de la laicidad que algunos tipifican
como excluyente y beligerante o “laicista”.
Por fortuna, no faltan en estas mismas filas
grupos y colectivos que enfatizan la mayor efectividad e inteligencia
democrática de la colaboración: cuando se propicia este clima, apuntan, no solo
es posible revisar sin excesivos problemas determinados instrumentos legales y
jurídicos necesitados de adecuación a los tiempos que corren, sino que se
realizan sin arriesgar la convivencia. Éste, recuerdan, fue el marco en el que
se gestó el pacto constitucional que desembocó en el reconocimiento de la
aconfesionalidad del Estado en la transición política y posibilitó los Acuerdos
Iglesia-Estado. Mucho tuvo que ver en aquel tiempo el aparcamiento de la
confrontación que había caracterizado los duros años de la segunda república
española o los trágicos tiempos de la guerra civil.
Se sea partidario de la laicidad entendida como
articulación de aconfesionalidad del Estado y colaboración con las religiones o
como confrontación y relegación de las confesiones al ámbito de lo privado, es
difícilmente cuestionable que habrán de revisarse, entre otros asuntos, los
vigentes Acuerdos con la Santa Sede. Hay que superar su creciente percepción de
ser un “recurso-tapadera” con el que seguir manteniendo supuestos privilegios
eclesiales al amparo de una incompleta y todavía pendiente transición política.
Entiendo que somos muchos los ciudadanos -cristianos o no- que, a estas alturas
de la historia, agradeceríamos que se dejaran las confrontaciones y se ensayara
la posibilidad de nuevos pactos. Y si éstos no fueran posibles, que se
preservara el bien superior de la convivencia, respetuosa con las legítimas
diferencias.
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