Gabriel Mª Otalora
El hombre de confianza del Papa Benedicto XVI y amigo del Papa Francisco, Claudio Hummes, cuando fue nombrado cardenal prefecto para la Congregación del Clero (2006), lanzó un reclamo en una de sus primeras declaraciones que no se olvidará fácilmente por la sencillez y rotundidad expresadas. Aprovechó la audiencia de un diario de su país Brasil para recordar, por una parte, que el celibato no es un dogma, sino una norma disciplinaria, y que la Iglesia no es una institución inamovible sino una comunidad que cambia cuando debe de cambiar teniendo en cuenta -lo recordó expresamente- que la mayoría de los apóstoles estaban casados.
¿Qué puede decir un laico como yo sobre este manido tema? Pues varias cosas, al sentirme miembro activo de la comunidad cristiana al que estas cosas le afectan porque no son cosas “solo de curas”. En primer lugar, bienvenidas las opiniones que enriquecen las ideas e invitan a madurar las creencias. En segundo lugar, celebro que una voz tan autorizada y prudente (ni cobarde ni osada, en el punto medio está la virtud) deje en su sitio real al celibato: una norma disciplinaria, el lugar en que el Vaticano asignó a esta opción radical de vida.
En tercer lugar, una reflexión: vocación religiosa es sinónimo de llamada. La vocación aceptada es exigencia que uno mismo se impone en aras a una misión que se le pide desarrollar. Hay vocaciones religiosas de personas que encuentran en el celibato su máxima expresión de entrega generosa y total a todos, por amor al Evangelio. Son aquellos y aquellas que encauzan su afectividad a la comunión con Dios y descansan amorosamente en Él a través del amor radical al hermano. Pero no todos tienen esta vocación, como tampoco todos sienten la vocación de la entrega matrimonial como comunidad de vida, cuyos frutos visibles son los hijos.
¿Qué impide el desarrollo de un estadio “intermedio” de vocación religiosa en un hombre casado, o mejor aún, de una doble vocación? Son muchos los que se sienten llamados al sacerdocio desde su condición de casados; unos que antes fueron célibes y otros muchos que serían sacerdotes si tuviesen la ocasión de ordenarse manteniendo su vocación matrimonial. (El caso de las mujeres va tomando fuerza aunque a un ritmo muy distinto).
El Papa Francisco ha manifestado la necesidad de reflexionar sobre los viri probati, hombres casados de fe y vida cristiana probadas, a los cuales se podrían conferir funciones sacerdotales en algunas circunstancias, por ejemplo, ante la falta de vocaciones, sin que implique la abolición de la vocación celibato clerical. Esta ordenación era la práctica habitual de las primeras comunidades que elegían a sus ministros. Retomar ahora la ordenación de los viri probati supone recuperar la estructura existente en la Iglesia primitiva e inevitablemente superar el clericalismo como algo necesario y de justicia evangélica. Y desde luego que entender esta posibilidad como un mal menor que se plantee ante la falta de vocaciones al celibato, no es lo más evangélico. No es edificante mezclar compromiso en función de la utilidad porque el mensaje de Cristo rezuma todo lo contrario: compromiso desde el amor dejando que los problemas se trabajen desde la escucha orante al Espíritu como hicieron las primeras comunidades cristianas.
Es difícil de entender la salvedad católica del reconocimiento por parte del Vaticano II de la figura del presbítero casado en las iglesias orientales (aunque también los hay célibes) si no es desde una norma disciplinaria movible, como afirmara el cardenal Hummes.
¿Qué daño puede hacer a la Iglesia y al mensaje encomendado aceptar vocaciones sacerdotales a quienes ya tienen responsabilidades matrimoniales? ¿Cuánto daño está haciendo el negarse sistemáticamente a esta posibilidad evangelizadora?
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