Catedrático en teología
Hace poco, hubiera sido
imposible escuchar de los obispos españoles un posicionamiento como el
formulado el pasado mes de septiembre por la Comisión Permanente de la
Conferencia Episcopal sobre la unidad y los nacionalismos. Para sorpresa de
muchos y escándalo de no pocos, sostenían que “la verdadera solución del
conflicto (sobre la unidad y las nacionalidades) pasaba por el recurso al
diálogo desde la verdad y la búsqueda del bien común de todos”. Y, una vez
recordada la importancia de salvaguardar “los bienes comunes de siglos” y
evitar “decisiones y actuaciones irreversibles (…) al margen de la práctica
democrática amparada por las legítimas leyes que garantizan nuestra convivencia
pacífica”, llamaban a proteger “los derechos propios de los diferentes pueblos
que conforman el Estado”.
Nada que ver con lo
defendido por la misma Comisión Permanente el año 2008 cuando insistieron en la
necesidad de “tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria” y “evitar
los riesgos de manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública en
favor de pretensiones particularistas o reivindicaciones ideológicas”. Eran
tiempos en los que la gran mayoría de sus miembros se mostraban partidarios de
defender, en nombre de la fe, la unidad de España por ser “un elemento básico
del bien común”. Pero no faltaba una minoría para la que un encaje satisfactorio
de las diferentes nacionalidades en el Estado español solo podía pasar por la
vía del diálogo político. Los obispos, sostenía dicha minoría, no tenían
autoridad para emitir, en nombre de la fe, un “juicio ético pretendidamente
vinculante” para las conciencias: ni a favor ni en contra de la unidad; pero
tampoco, de la independencia. Estas razones fueron las que llevaron -algo
inaudito hasta entonces- a que mons. J. M. Uriarte se desmarcara públicamente
de sus colegas en el episcopado argumentando que era responsabilidad suya (y
no, de la Conferencia Episcopal) orientar las conciencias de los católicos
guipuzcoanos en cuestiones en las que no estaba en juego la verdad revelada
sino un juicio de prudencia pastoral.
El camino recorrido es
importante: la posición minoritaria el año 2008, (contraria a emitir un
magisterio sobre la unidad de España que fuera vinculante para las
conciencias), ha sido asumida por los obispos españoles representados en su
Comisión Permanente. Tal andadura explica el decantamiento actual de la
institución episcopal por el diálogo político para resolver, de la mejor manera
posible, el encaje de Cataluña, y de las demás nacionalidades, en el Estado
español. Éste -y no otro- es el contexto en el que hay que entender las voces
de quienes, formando parte de la nueva minoría episcopal, se manifiestan a
favor de la unidad de España como un “bien moral o espiritual”. Son palabras
que, como mucho, pueden tener valor en sus respectivas diócesis, pero es
manifiesto que no se hacen eco de la posición oficial de la Conferencia
Episcopal Española. Son, si se permite la expresión, “versos sueltos” que han
de convencer por la consistencia de la argumentación que aporten, no por su
autoridad magisterial: ni la unidad de España ni la independencia son una
cuestión de fe, sino, más bien, un problema político. Este es el “criterio
mayor” desde el que interpretar los posicionamientos, por ejemplo, de los
actuales obispos de Oviedo, San Sebastian, Valencia y de otros lugares. Y,
también, desde el que entender el discurso del cardenal R. Blázquez en la
inauguración de la última Conferencia Episcopal. Los presidentes de las mismas
exponen, en los discursos iniciales, su parecer personal sobre determinadas
cuestiones de actualidad, sin tener que recoger, por ello, el parecer al
respecto del conjunto de los obispos. Éste ya ha sido explicitado por la
Comisión Permanente el pasado mes de septiembre y, por lo visto, es
meridianamente claro a favor de una resolución dialogada, es decir, política.
Puede que no esté de más
indicar que, una vez “desacralizada” la apuesta, tanto
por la unidad como por la independencia y por la forma de su posible
articulación (o no) en un Estado, somos muchos los que agradeceríamos que
dieran otro paso adelante y ofrecieran -como ciudadanos que también son- las
consideraciones que estimaran oportunas, por ejemplo, sobre la indudable
importancia de una convivencia pacífica y sobre la bondad de las posibles
maneras de articular la unidad (centralista, autonomista, federalista,
confederalista e, incluso, independentista); o sobre la relación entre libertad
(incluida, la de una posible autodeterminación) y la solidaridad y, por
supuesto, sobre libertad y legalidad. Si lo hicieran, prestarían un gran
servicio y la “desacralización” de la unidad y de la independencia, tan
costosamente alcanzada, vendría acompañada de un reconocimiento social fundado
en la consistencia de los argumentos que aportaran. ¡Casi nada!
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