En este libro se defienden dos ideas mayores: que 
lo mejor del catolicismo no está en el pasado, sino que puede estar en 
el futuro, que está delante de nosotros y no detrás. Lo que exige otra 
Iglesia: sinodal, superando el clericalismo, liberándose de la era de la
 cristiandad y, al fin, habilitando completamente a la mujer en su seno.
 La segunda, para significar que, en la era secular, global, plural y 
crecientemente desigual en la que nos encontramos, necesitamos superar 
la fractura binaria entre creyentes y no creyentes, de tal suerte que 
todos los que, con buena voluntad, tengan inquietud por un mundo mejor, 
más justo, puedan trabajar conjuntamente en ello, y desde sus propias 
convicciones personales.
En contra de la opción generalizada 
de que la “edad de oro del cristianismo”, si tal cosa ha existido alguna
 vez, está en el pasado, y hace muchos siglos, quizá estemos en la 
aurora de otro modo de ser cristiano, de vivir el cristianismo en la 
sociedad secular y plural y, quizá, precisamente por ello. Esa intuición
 se basa en consideraciones básica y fundamentalmente, pero no 
exclusivamente, sociológicas. En primer lugar, que nunca la Iglesia 
Católica, en toda su historia de veinte siglos ha sido tan universal, 
tan extendida por el planeta como ahora. No hay, actualmente, instancia 
alguna en el planeta, con una implantación y organización tan 
desarrolladas como la Iglesia Católica, que deviene así, lo que en algún
 lugar he leído, la gran multinacional del espíritu. Además, y, en 
segundo lugar, desde Constantino, nunca ha estado tan alejada del poder 
político como en los tiempos actuales. Nunca ha sido tan libremente 
católica. La edad de oro de la Iglesia católica no estaba atrás, cuando 
los emperadores rendían pleitesía al papa, puede estar en el futuro.
                                Por otra parte, vengo reflexionando 
sobre la necesidad de superar la dimensión binaria como forma de 
pensamiento, con tanta implantación en nuestra sociedad. En ese ámbito 
muy pronto se me apareció como evidente la imperiosa necesidad de 
aplicarlo al par binario creyente/no creyente en la acción por una 
sociedad más justa, más humana, más convivial. La lógica binaria no 
tiene en cuenta, ni la complejidad de la realidad, ni la dimensión del 
tiempo. En este contexto, quiero subrayar mi profunda convicción de que 
no se puede vivir la fe en la actualidad como la vivieron y entendieron 
el centenar de generaciones de cristianos que nos precedieron, muchas 
durante los largos siglos de la era de la cristiandad, en cuyos 
estertores estamos. De ahí la insistencia en el pluralismo 
sagrado-secular. Mi convicción estriba en que no estamos antes dos 
mundos radicalmente separados, en dos departamentos estancos, sin 
solución de continuidad. Y, en este orden de cosas, la encarnación de 
Dios en Jesús, un Dios humano, la pongo en contacto con los 
planteamientos de Marcel Gauchet quien ve, precisamente por la 
encarnación de Dios en el cristianismo, “la religión de la salida de la 
religión” como instancia reguladora del “vivir juntos”, por utilizar su 
expresión. Pero, doy un paso más, y, en concomitancia con lo anterior, 
manifiesto la convicción de que otra Iglesia no solamente es posible, 
sino que es necesaria y conveniente, en el mundo global de nuestros 
días, ayuno de proyectos colectivos, sometido al poder del dinero, y el 
del consumo por el consumo.
                                La religión, en concreto los 
cristianos en la Iglesia, en el concierto de las naciones, en pro de ese
 mundo más justo, más humano, mas convivial no debe en absoluto 
presentarse como contracultura sino compartiendo su cultura con todos 
los hacedores del bien en la humanidad. Más todavía, la pretensión de 
construir una contracultura, algo así como la cultura del bien frente a 
la del mal, que reinaría en el mundo secular, se me aparece como un 
camino nefasto del quehacer humano. Es precisamente el pensamiento 
binario del yo y los otros el que lo alimenta.
        Este libro es la continuación de un empeño en abordar la 
religión y la religiosidad en el mundo occidental, en nuestro tiempo, 
particularmente centrado en la confesión católica. Tras haber abordado 
la situación de los cristianos en un momento en el que se debatían entre
 encerrarse en la sacristía o salir a la calle para manifestar su 
identidad y sus valores (2), me he detenido, con cierto detalle, en otra
 publicación, en el ejercicio del poder en la Iglesia Católica (3). En 
ambos casos con una parte descriptiva y otra propositiva.
        En este mundo, ya avanzada la segunda década del tercer 
milenio, que muchos autores tildan de incierto, creo que la Iglesia 
Católica tiene un papel que jugar. Papel firme, importante, en paridad y
 colaboración con otros “artesanos de la paz y de la justicia”. Sin 
prepotencias ni ocultamientos. Para ello, tiene bazas importantes. Lo 
repito: nunca ha sido tan universal como ahora, nunca, desde los tiempos
 de Constantino, ha estado tan desligada del poder político como ahora 
y, no se olvide, muchos, en el seguimiento a Jesús de Nazareth, habiendo
 aceptado, ¡al fin!, lo mejor de la Ilustración, vive, desde Juan XXIII,
 un ímpetu reformador y abierto al mundo, aunque con altibajos y fuertes
 resistencia en su seno. Que se lo pregunten al papa Francisco.
Javier Elzo 

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