El laico, presidente de la eucaristía y de la comunidad, según W. Kasper e
Y. - M. Congar
Jesús Martínez
Gordo
La propuesta de H. Küng
de que los laicos pudieran presidir la eucaristía y la comunidad fue condenada
por su pretensión de “normalizar”, junto a la vía apostólica o institucional de
acceso al sacramento del orden, otra carismática, supuestamente en sintonía,
con el modo de proceder de las comunidades paulinas de primera hora y
compatible con la tradición dogmática de la Iglesia católica.
Semejante propuesta fue
objeto de un largo, intenso e interesante debate en una doble y complementaria dirección:
sobre su consistencia escriturística y sobre su posible solidez dogmática. En
el seguimiento de dicho debate se puede constatar un primer tiempo en el que se
la acepta genéricamente y un segundo momento, el más interesante, en el que se
va abriendo camino una reconsideración crítica de la misma. Sobre todo, en
torno a su más que cuestionable fundamento escriturístico y a su aparente –pero
poco consistente- rigor dogmático. Dos de estas aportaciones son las de W.
Kasper e Y. - M. Congar quienes, marcando distancias del teólogo suizo y
formulando sus propias consideraciones al respecto, dejan abierto el debate
sobre la base de otra argumentación.
Quizá, por ello, no esté
de más recuperar tales aportaciones en un tiempo como el nuestro en el que se
nos invita a repensar el ministerio ordenado (apostólico e institucionalizado)
y en el que se podría estudiar -a diferencia de lo propuesto por H. Küng en su
día- la posibilidad de un acceso extraordinario o carismático a la presidencia
de la eucaristía y de la comunidad en situaciones excepcionales y bajo
determinadas condiciones que habría que precisar con el fin de garantizar la
celebración de la eucaristía (“fuente y culmen de toda la vida cristiana”);
salir al paso de una proliferación “salvaje” de esta posible modalidad de
celebración y, por ello, de acceso al ministerio ordenado; evitar la extinción
de no pocas comunidades y, de paso, taponar -algo que, desgraciadamente, viene
siendo muy habitual estos últimos años, sobre todo, en no pocas iglesias de
América latina- su pase al pentecostalismo.
W. Kasper: la sacramentalidad “in voto”
W. Kasper recuerda la
condición sacerdotal de toda la Iglesia, la existencia de una diversidad
-incluso esencial- de ministerios (1 Cor. 12, 5) y la diferenciada estructura,
carismática y apostólica, de la Iglesia de los primeros tiempos. Estos puntos
de partida le llevan a reconocer la posibilidad de otras “estructuras dentro de
la comunidad, tanto sucesivas como paralelas”. Prueba de ello es que los
ministerios de obispo, presbítero y diácono han respondido a distintos tipos de
comunidades independientes y que sólo de manera paulatina -imperfecta y
fragmentaria en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas Pastorales, y ya
plenamente en Ignacio de Antioquía- estos tres grados se coordinaron en el
esquema jerárquico que ahora conocemos.
Pero no se puede ignorar
que la propuesta organizativa de Ignacio de Antioquía ha experimentado
numerosas transformaciones a lo largo de la historia de la Iglesia. En la
inmensa mayoría de las ocasiones han sido cambios provocados por la necesidad de
responder a las urgencias de cada momento, habida cuenta de que la razón de ser
del ministerio es el servicio a los bautizados en las diferentes circunstancias
en las que se encuentren. Es un criterio –sentencia W. Kasper- que “nos da
entonces una libertad relativamente amplia en lo que respecta a una nueva
estructuración de la inteligencia del ministerio sacerdotal y de su realización
práctica”.
A la luz de dicho
criterio se explica, por ejemplo, que personas “no consagradas” hayan
pronunciado en determinadas circunstancias el canon eucarístico (1 Cor 14, 16;
Didaché 10,7). Son comportamientos que no se pueden descalificar a la ligera
tildándolos de abusos. Evidentemente, si se tratara de celebraciones
eucarísticas realizadas de espaldas al ministerio pastoral de la presidencia y
de la unidad, nos encontraríamos con una monstruosidad que anularía en su
realidad más profunda la eucaristía: lo que debería ser signo de unidad se
convertiría en expresión de discordia.
Sin embargo, no faltan
ciertas situaciones extremas, de emergencia, en las que resulta imposible la
presencia del sacerdote durante largo tiempo. En estas circunstancias, la
celebración de la eucaristía por una persona no consagrada no tendría lugar a
despecho del ministerio, sino en el dolor por la separación y por la falta del mismo.
Por tanto, cuando un grupo de cristianos se reunieran en una de estas
situaciones para celebrar el banquete comunitario en memoria de la voluntad
última de Jesús, el mismo Cristo estaría ciertamente entre ellos; la comunión
con la Iglesia y su ministerio se daría, al menos, por el deseo (“in voto”).
El problema de precisar
si se trata en este caso de una eucaristía en el sentido formal de la palabra
es una cuestión todavía discutida que, sin embargo, pierde su posible virulencia
si no se olvida que hay diversos “grados de intensidad” en la presencia
sacramental, de la misma manera que también hay diversas formas de presencia de
Cristo (UR 22). Y cuando se tiene en cuenta, igualmente, una teología del
sacramento del orden más equilibrada entre presidencia de la eucaristía y de la
comunidad, es decir, entre la recepción del sacramento y la jurisdicción, que
la habida hasta no hace mucho y a la que no pocos están todavía anclados. En
efecto, a lo largo del segundo milenio se ha favorecido una comprensión del
ministerio que ha gustado de enfatizar su potestad (jurisdiccional)
consecratoria, descuidando su función eclesial de dirección y de comunión. Y
que, además, se ha recreado en diferenciar desmedidamente la recepción del
orden sacerdotal y la potestad de jurisdicción, actualizando, de paso, el error
de las ordenaciones absolutas. Esta separación -impensable durante todo el
primer milenio e inaceptable para las iglesias de Oriente- ha sido tímidamente
superada en el Vaticano II.
De todo esto hay que
concluir que no cabe separar tampoco la “potestad” de presidir “la eucaristía
como signo de unidad eclesial” de “la ‘potestad’ de dirigir o gobernar la Iglesia”.
(Concilium 43, 1969).
Y. – M. Congar: una posibilidad dogmáticamente aceptable
Y. – M. Congar aborda la
cuestión apelando a la teología tomista sobre la confesión a los maestros.
Según el Aquinate, existe una confesión sacramental en algún grado cuando un
penitente lo hace con su maestro después de haber puesto todos los medios para hacerlo
y cuando –al no poder contar con la presencia de un sacerdote- recibe la
absolución en las condiciones habitualmente requeridas. No se le puede imputar
que no haya puesto todos los medios para cumplir con las condiciones
requeridas. Por eso, su confesión es sacramental de manera intencional (“in
voto”) e incoativa.
Pues bien, prosigue Y. –
M. Congar, otro tanto se puede decir del caso de una comunidad privada durante
largo tiempo –y sin ninguna responsabilidad por su parte- de la eucaristía.
Es cierto que, en esta
hipótesis, falta -para que se presida la eucaristía como representante de
Cristo en medio de la comunidad y ante ella- el ministerio ordenado y vinculado
por la imposición de las manos al ministerio de los apóstoles. Pero, pregunta a
continuación, ¿podrían existir otras formas de vínculo con la institución
apostólica que no sean la imposición de manos? Ignacio de Antioquía dice que la
eucaristía -para que sea considerada legítima- tiene que realizarse, bien bajo
la presidencia del obispo, bien bajo la de aquel a quien él se lo encarga.
¿Obliga esta fórmula a suponer la designación siempre y en
toda circunstancia de un sacerdote ordenado, o se puede pensar en una simple delegación
como fórmula de unión con el obispo?
Es bien conocida la
concesión papal a los abades cistercienses del derecho a ordenar diáconos y
sacerdotes. Esta praxis podría apoyar los cambios teológicos en favor de la
segunda hipótesis.
A la luz de estas
consideraciones, señala Y. - M. Congar, no hay que echar en saco roto la
propuesta formulada por H. Küng. Es cierto que nos encontramos con autores
-cualificados por su estudio de los ministerios y del sacerdocio- que defienden
la imposibilidad de establecer que en los orígenes sólo los ministros que
habían recibido la imposición de manos estaban habilitados para celebrar la
eucaristía. Pero también lo es que la historia posterior sólo presenta como presidentes
de la eucaristía a aquellos que han sido vinculados al ministerio de los
apóstoles por la imposición de las manos, es decir, por la ordenación. El
ministerio de unidad, que es por excelencia el del colegio de los obispos,
asegura la autenticidad del sacramento de la unidad. Nosotros no queremos conocer
otra regla que esta. Sin embargo, pensamos que, dogmáticamente, no se puede
excluir la hipótesis de que otra cosa sea posible (NRTh 8, 1971).
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