El pasado 2 de julio
falleció, a los 87 años, en Nueva York, Elie Wiesel, escritor, premio Nobel de
la paz (1986) y uno de los supervivientes con más proyección mediática del exterminio
nazi. Este judío, de origen húngaro, fue trasladado a los 15 años, con toda su
familia, al campo de Auschwitz donde murieron su madre y su hermana pequeña y
lograron sobrevivir sus dos hermanas mayores. De allí fueron trasladados, él y
su padre, al campo de Buchenwald, donde éste último falleció poco antes de la
liberación en abril de 1945.
La trilogía formada por
“La noche”, “El alba” y “El día” (1956-1961) es, sin duda alguna, su obra más
importante. En ella relata, de manera novelada, algunos de los innumerables padecimientos
en los campos del nazismo, así como sus primeros años de libertad en Francia y
la creación del Estado de Israel (1948). De entre los muchos pasajes
reseñables, hay uno, particularmente conocido, y que -todavía en nuestros días-
sigue siendo objeto de sugerentes y, a veces, enfrentadas consideraciones.
Un día, cuenta, regresando
del trabajo al campo de Auschwitz, encontraron en el patio a tres compañeros encadenados
que iban a ser colgados. Uno de ellos, era un niño. Nada más entrar, se les fue
colocando, con toda la parafernalia al uso, para que presenciaran tan macabra
ejecución. Momentos antes de ser ahorcados, los dos adultos gritaron “viva la
libertad”. El niño, en cambio, permaneció callado. Y, en ese momento, alguien que
estaba detrás de E. Wiesel preguntó: “¿Dónde está el buen Dios?”, ¿dónde está?”
Seguidamente se procedió
al ahorcamiento del niño y de los dos adultos, retirándoles las sillas a las
que habían sido aupados. “En el horizonte, comenta, el sol se estaba ocultando”
en medio de un silencio absoluto. A continuación, comenzó el dramático y
punitivo desfile de los prisioneros, entre lágrimas y sollozos, por delante de sus
tres compañeros. Cuando le tocó el turno a él, los adultos ya habían expirado.
En cambio, el niño, seguía agitándose. Aún vivía. Y así estuvo media hora,
luchando entre la vida y la muerte, agonizando hasta morir, lentamente asfixiado,
a causa de su escaso peso. En ese momento E. Wiesel volvió a escuchar, detrás
de sí, la misma pregunta de hacía unos minutos: “¿Dónde está Dios?”. Sentí, recuerda,
una voz que, saliendo de mí, respondía: “¿Dónde está? Ahí está, está colgado
ahí, de esa horca…”. “Esa noche, concluye, la sopa tenía gusto a cadáver”.
Años después, en sus
memorias, muestra su enfado con las lecturas ateas de este pasaje: “mi reacción
y mi respuesta, sostiene, solo tienen sentido en el interior de la fe. Yo no he
renegado de Dios. Me he levantado contra su justicia, he protestado contra su
silencio y contra su ausencia, pero siempre era una cólera que se alzaba en el
interior de la fe, nunca fuera de ella. Frecuentemente, prosigue, tenemos que
aceptar el dolor de la fe para no perderla, aunque parezca que la tragedia del
creyente es más devastadora que la del increyente”.
En otro pasaje explica el
sentido de dicha “tragedia creyente”: lo que nos afecta a nosotros, sus hijos,
también le afecta a Dios, pero dejando bien claro que semejante compasión divina
no anula ni palía el dolor humano. Simple y trágicamente se suman sin
equilibrarse y sin aportarnos consuelo de ninguna clase, sino un castigo
suplementario. Por eso, manifiesta, solo está permitido preguntar al cielo, de
manera semejante a como lo hizo Job: “¿No tenemos bastante con nuestro
sufrimiento como para que añadas el tuyo?”.
Confieso que la rotundidad
y radicalidad de estos (y otros) párrafos, a la vez que me sobrecogen, hacen
que me percate no solo de la cercanía entre el judaísmo y el cristianismo, sino
también de su diferencia y de sus respectivos riesgos. La fe hebrea, al menos, tal
y como la vive E. Wiesel, parece estar anclada únicamente en la promesa futura,
con pocas o muy escasas anticipaciones en el presente. Es una fe que, marcada por
la experiencia de la irredención, solo parece encontrar consuelo en la
esperanza de una justicia futura. También la fe cristiana, cuando, como así
sucede en muchos de los colectivos alentados en los últimos pontificados, se asienta
exclusivamente en la resurrección (descuidando que quien resucita es un crucificado),
corre el riesgo de ignorar el dolor o remitir al “más allá” una posible respuesta
y solución del mismo.
En Auschwitz se derrumbó,
tanto para judíos como para cristianos, el imaginario de un Dios omnisciente y todopoderoso
que parecía satisfacer, y acallar, una buena parte de nuestros deseos. A partir
de entonces, somos cada día más los cristianos que hemos empezado a darnos
cuenta de la centralidad que tiene el grito de abandono de Jesús el viernes
santo, del silencio de Dios el sábado santo y, sobre todo, de la sorpresa -felizmente
descolocante- del domingo de resurrección. Mucho ha tenido que ver en ello E. Wiesel.
Por eso, yo, al menos, le estoy particularmente agradecido.
Jesús Martínez Gordo
Catedrático en teología
No hay comentarios:
Publicar un comentario