El pasado 17 de julio, el expresidente J. L. Rodríguez Zapatero, reunido con militantes y simpatizantes del Partido Socialista de Euskadi en el hotel Londres de la capital donostiarra, dijo que “el universo es infinito, muy probablemente”. Me permito apuntar -dejando al margen la polarización política que se viene padeciendo desde hace un tiempo- que tal hipótesis no fue compartida, por ejemplo, por Anthony Flew, el padre de un antiteísmo militantemente cientifista durante la segunda mitad del siglo XX e inicios del presente. Es más, el desmoronamiento de la hipótesis sostenida por el expresidente Zapatero, fue el factor desencadenante de su “conversión” al deísmo, es decir, al reconocimiento de que ha de existir -como la explicación racionalmente más consistente- un factor externo al mismo que marca su comienzo y su, más que “muy probablemente”, final.
Invito al lector a escuchar, en esta ocasión, a Anthony Flew: cuando me enteré, dijo, de la teoría del Big-Bang, más allá de la consistencia que pueda presentar la teoría en cuanto tal, me di cuenta de que tenía, como ateo, un serio problema. Dicha teoría estaba proporcionando a los creyentes -y, concretamente a los deístas- una prueba contundente de que el universo había tenido un comienzo, desmoronándose, por tanto, la tesis de que era eterno, al no tener ni principio ni fin. Fue entonces cuando me percaté de que ya no era racionalmente consistente la explicación materialista bruta -o, lo que es lo mismo, la “infinitud del cosmos”- y seguir defendiendo que las causas que operan en el universo son eficientes por sí mismas, es decir, que el cosmos y el mundo eran eternos o, según S. Hawking, “autocontenidos”.
La existencia del universo se debería, recordó A. Flew recogiendo algunas de las hipótesis al respecto, a “un caldo de materia informe” a una temperatura de miles de millones de grados que, una vez explotado (o, mejor, explosionado), comenzó a expandirse en todas las direcciones, alejándose sus puntos, unos de otros, de manera uniforme. O, a una “crema espesa de partículas elementales” o, quizá, a una “espuma caótica de espacio-tiempo” con “una densidad energéticamente alta” u otras descripciones parecidas. Las hipotéticas existencias de tal “caldo de materia informe” o de dicha “crema espesa de partículas elementales” o de esa “espuma caótica de espacio-tiempo” vendrían a derrumbar el axioma de la “infinitud del universo”, avalando la necesidad de una “explicación externa” del cosmos y del mundo, algo que llevaba a reconocer la existencia de una causa primera, desencadenadora de la explosión inicial.
A la luz de estos datos, comprendo que A. Flew dejara su antiteísmo militante y se pasara al deísmo y que lo hiciera no por debilidad mental o como consecuencia de su avanzada edad, sino porque era la explicación racionalmente más consistente. Mi conversión a la creencia resultante, dijo, no tiene nada que ver con la fe ni con las iglesias o las confesiones religiosas sino con la máxima que Platón atribuye a Sócrates en su “República”: debemos seguir la argumentación hasta donde quiera que nos lleve. O, lo que es lo mismo, hemos de orientar nuestra investigación por “la búsqueda de argumentos válidos que conduzcan a conclusiones verdaderas”. Este descubrimiento del deísmo, indicó, ha sido, al menos en mi caso, el resultado de “una peregrinación de la razón”.
Con la astrofísica pasa -me permito apuntar- algo parecido a lo que sucede entre el artista y su obra: que en esta última se transparenta la existencia y genialidad de su autor, sin llegar a confundirse con ella, y, por tanto, sabiendo algo del creador, aunque no todo. Nosotros conocemos la existencia de Antoni Gaudí gracias a la Sagrada familia o la de William Shakespeare en Hamlet porque entre el autor y la obra existe una unidad que, en el caso, de la astrofísica, se transparenta y constata como paradójica conjunción de expansión y novedad y, a la vez, de regularidad, universalidad o legiformidad.
Cuando nos encontramos con científicos o -como es el caso- con políticos metidos, legítimamente, a filósofos (ya sean creyentes o ateos, partidarios, por ejemplo, de la “infinitud del universo” o, lo que es lo mismo, de una explicación materialista bruta), nos topamos con personas que, si no diferencian el “describir” (lógico-matemáticamente con comprobación empírica) del “explicar” (de manera racional, a partir de las pruebas científico-empíricas que se van alcanzando), pueden acabar dotando a sus explicaciones -ateológicas o creyentes- de una imposible e ingenua aureola de cientificidad.
Procediendo de esta manera, venden como “ciencia” lo que es -tal y como reconoció el mismo A. Flew en su caso- una filosofía materialista en la que él había militado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI. Y de la que, al parecer, también es partidario el expresidente J. L. Rodríguez Zapatero.
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