Jesús Martínez Gordo
El pasado 29 de mayo la diócesis de París organizó una procesión en memoria de los religiosos asesinados durante la Comuna de 1871; un levantamiento popular que, instaurando en la capital de Francia un gobierno obrero, es referencial para la izquierda europea, tanto marxista como anarquista. Con este acto la Iglesia de París reivindicaba la memoria, entre otros, del sacerdote Henry Planchat, miembro de una familia acomodada que, tomando conciencia de la explotación que padecía el proletariado, y aun habiendo unido su vida a la causa de los parias de aquellos años, fue asesinado por los “comunistas”, junto con otros católicos, entre ellos, el arzobispo de la capital.
La procesión, presentada como la “marcha de los mártires”, fue agresivamente atacada por grupos autodenominados “antifascistas”, simpatizantes de la Comuna, que, profiriendo insultos y amenazas de muerte, arrojaron contra ellos papeleras y botellas y continuaron seguidamente con golpes. El exiguo servicio de protección asignado por la Prefectura se vio desbordado. El arzobispo de Paris, Michel Aupetit, denunció la violencia, inaceptable en un Estado moderno; reivindicó el derecho de los católicos a ser tratados “de igual manera que las demás religiones y a expresar su fe en la esfera pública” y llamó a los cristianos a no tomar represalias. Por su parte, el ministro del Interior, Gérald Darmanin, después de solidarizarse con ellos, exigió el respeto de la libertad religiosa. Los organizadores reiteraron que el objetivo de la marcha no era, como se oyó en los primeros momentos, celebrar la victoria de un bando contra otro, ni una justificación de la represión de que fue objeto la Comuna, sino recordar a los sacerdotes y seminaristas fusilados, especialmente a Henry Planchat. Hasta aquí, de manera sucinta, algunas voces de una de las “almas” del catolicismo francés, particularmente atenta a la libertad, al culto y a los “mártires”.
Pocos días después se pronunciaron quince católicos que, con diferentes responsabilidades en la Iglesia y en la sociedad, calificaron la celebración de esta marcha como una “aberración espiritual y política” por dos razones.
Según la primera, porque sus promotores entendían que era posible testificar el amor de Dios sin luchar por la justicia. Cuando se procedía en conformidad con tal disociación se acababa descuidando -como ha sucedido en esta ocasión- la complicidad y el amiguismo estructural de la Iglesia institucional de aquellos años con la burguesía capitalista, así como el contexto de lucha de clases y de guerra civil en el que se gestó y desarrolló la Comuna y su posterior represión. La disociación reseñada los llevaba a desatender que los “mártires” no fueron asesinados por su fe, sino por su supuesta afinidad con los enemigos de la Comuna; en definitiva, como chivos expiatorios de una ciega represalia.
Y, de acuerdo con la segunda, porque ignoraban a las decenas de miles de personas masacradas por el gobierno de Versalles durante la “Semana Sangrienta” del 21 al 28 de mayo de 1871 que, aunque no guste, lo fueron por sintonizar con lo mejor de la tradición cristiana (la identificación de Jesús con los últimos y el destino universal de los bienes), nunca por odiar la religión o por defender un sistema político totalitario. El recuerdo de esta verdad -apuntaron seguidamente- no nos lleva a idealizar la Comuna (es de sobra conocido que su espíritu anticlerical los llevó a negar indebidamente cualquier facultad de enseñanza a los religiosos), sino, más bien, a tener en cuenta la cercanía de sus pretensiones con un Evangelio no secuestrado por una Iglesia institucional mundanizada y solo preocupada por conservar su poder. A diferencia de los Estados o naciones, la grandeza de la Iglesia, concluyeron, no debe fundarse sobre la fuerza, sino sobre la justicia. La experiencia nos dice que cuando se asumen como propios proyectos ajenos a la fe, a la esperanza y a la caridad se hiere su razón de ser. He aquí, una segunda “alma” de la Iglesia francesa, más atenta a la solidaridad, a la justicia y a los últimos.
Entiendo que la existencia de estas “dos almas” –coexistentes, por cierto, con otras más integradoras- no es algo exclusivo de los católicos franceses, sino de todas las iglesias; y, por supuesto, de la española. También en su seno hay cristianos más atentos al encuentro con Dios en lo cultual que en la práctica de la justicia o que reivindican como propios solo los “mártires” asesinados por los republicanos; no los ejecutados por los franquistas. Y existen, igualmente, católicos que, reconociendo la complicidad de la Iglesia española en la guerra civil -como lo hizo el cardenal V. Tarancón en su momento- no tienen dificultad alguna en acoger al Crucificado en los últimos de todos los tiempos y de nuestros días, a pesar de que se les rompa el corazón. Santiago Agrelo es, sin duda, una voz episcopal que les ayuda a reconocer -por ejemplo, en los migrantes- a algunos de los “mártires” actuales. Tengo la experiencia de que esta segunda “alma” es, por fortuna, mucho más numerosa de lo que habitualmente aparece en los medios y en los comentarios de calle; por más que pueda no ser la promovida y liderada en algunas comunidades.
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