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lunes, 7 de septiembre de 2020

Alternativas a las residencias

 

Jesús Martínez Gordo

 Retomo el drama que hemos vivido del “descarte de ancianos”. Lo hago porque en la ocasión anterior, exponiendo algunos datos y reacciones al respecto, me centré en lo que se ha llamado “sanidad selectiva”. Como consecuencia de ello, se me quedó en el tintero lo que me parecía que tenía que haber sido el núcleo de mi aportación: dar a conocer el modelo de atención a los mayores -en parte, alternativo y, en parte, complementario- que, puesto en marcha por la Comunidad de Sant’Egidio, convendría tener muy presente cuando -no tardando mucho- se revise el actualmente vigente entre nosotros.

 

Me ahorro, por ello, poner al día las cifras y porcentajes de ancianos afectados en nuestras residencias desde lo que, si no es una segunda oleada del coronavirus, tiene todas las pintas de acabar siéndolo. Me ahorro, también, aplaudir la petición de “responsabilidades, medidas y soluciones para la situación en las residencias y en la atención a mayores” que el Movimiento de Pensionistas de Euskadi sumó, en su manifestación de agosto, a su conocida exigencia de “una pensión digna mínima de 1080 euros”. Y me ahorro exponer el Informe de la Comisión Diocesana de Justicia y Paz del arzobispado de Madrid denunciando la “clasificación de enfermos en función de su ‘utilidad social’”, y la posterior desatención de los ancianos, siguiendo un documento del Ministerio de Sanidad fechado el 5 de marzo. Dejo estos y otros datos y consideraciones.

 

La Comunidad de Sant’Egidio, además de criticar la tendencia a tratar a los mayores como residuales y revindicar sus derechos, tiene en funcionamiento cuatro programas de atención, operativos en Italia, en el resto de Europa y en otros continentes.

 

El primero de ellos vino provocado por el impresionante pico de mortalidad que se dio en el verano de 2003, durante el que murieron en Europa miles de ancianos a consecuencia de las extremas olas de calor.  Pronto se supo que la enorme mortalidad de aquel verano se debió no solo a la fragilidad, sino también al aislamiento social, que sufre la población mundial más anciana, y, especialmente, la europea. Por eso, puso en marcha un servicio preventivo que contrarrestara su aislamiento social, así como los efectos negativos que provocan sobre la salud de las personas de más de 80 años no solo las olas de calor o de frío, sino también las epidemias de gripe, las caídas o la pérdida del conviviente. Y lo hizo propiciando la creación de redes sociales de proximidad en las que los sujetos más activos fueran las propias personas mayores: llamadas telefónicas, visitas a domicilio, realización de trámites burocráticos, fiestas en la calle, estands informativos, etc. En concreto, quienes forman parte de estas redes sociales reciben cada día la información correspondiente sobre las condiciones meteorológicas, lo que les permite saber si va a llegar una ola de calor o de frio. De este modo, pueden activar a tiempo el protocolo de emergencia, contactando con todos los ancianos a los que se hace el seguimiento para comprobar su estado de salud y movilizar, si procede, las redes de proximidad. Durante la emergencia se va a visitar a los ancianos que no tienen teléfono y a los que lo tienen, pero no han respondido a las llamadas. Tampoco faltan las visitas a las residencias para ayudar a vencer, cuando se dé, el aislamiento, el abandono, la lejanía de los familiares y la despersonalización. No se puede descuidar, apuntan en Sant’Egidio, que los ancianos mueren cuatro veces más en las residencias que en casa.

 

Además, propone tres nuevas soluciones de vivienda para aquellos que no puedan vivir en su casa, porque la han perdido, porque tienen un nivel muy bajo de autonomía, por conflictos familiares o por pobreza económica. Gracias a la primera de ellas, la “covivienda”, los ancianos, uniendo sus recursos que -por separado, son más que modestos- viven juntos y evitan ir a una residencia, además de procurarse la ayuda que necesiten y continuar viviendo como quieren. La “covivienda” es una alternativa muy innovadora; complicada, pero no imposible. En la segunda, “los pisos tutelados”, se trata de edificios enteros de miniapartamentos (40-60 m2) para una o dos personas, destinados a mayores autosuficientes que no tienen casa, han sido desahuciados o viven solos. Estas personas disponen de servicios comunes y ayuda en los problemas de cada día. Es una manera de continuar viviendo en casa, pero en un entorno protegido. Y, la tercera, “las casas familia”, son para mayores con poca autonomía funcional, que no pueden quedarse en su domicilio habitual o que no lo tienen porque su situación económica no se lo permite o porque carecen de relaciones interpersonales significativas y buscan disfrutar de un entorno familiar: sus estancias están adornadas de manera no anónima y pueden llevar sus muebles. Además, la ausencia de barreras arquitectónicas y los instrumentos adaptados ayudan a no perder la autonomía.

 

He aquí cuatro alternativas que, contando con el protagonismo y solidaridad de los mayores, permiten afrontar la última etapa con una envidiable calidad de vida. No estaría mal que, a su luz, repensáramos el modelo que venimos impulsando.

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