Jesús Martínez Gordo
Confieso que le tengo un aprecio
especial. No me duelen prendas en reconocerlo, por más que haya quienes le
desprecien olímpicamente. No es un futbolista de renombre. Tampoco un político ni
una estrella rutilante. Es un médico y genetista; director, entre 1990 y 2000,
del Instituto Nacional Estadounidense de Investigación del Genoma Humano; descubridor
de su secuencia y, en la actualidad, director de los Institutos Nacionales de
la Salud de los EE. UU. Me refiero a
Francis S. Collins (1950), una persona que, aunque no es frecuente que se deje
ver y oír mucho, he tenido noticias suyas estos últimos días, por lo menos, en
tres ocasiones.
La primera,
en la revista “Science” para sostener, juntamente con otros colegas, que no
siendo probable que una sola vacuna contra el coronavirus sea eficaz para
proteger con éxito a la población mundial, es necesario coordinar los ensayos
clínicos y poner en funcionamiento una cooperación sin precedentes entre los
gobiernos, las instituciones académicas, la industria y las asociaciones
filantrópicas de todo el planeta. Solo la colaboración entre los sectores
público y privado, han recordado, podrá acelerar eficazmente el desarrollo de
la vacuna. La segunda, declarando a la Agencia France-Presse en Washington que,
si Estados Unidos fuera el primero en desarrollar una vacuna eficaz, tendría
que compartirla -en contra de lo defendido por el presidente D. Trump- con todo
el mundo ya que se trata de un “bien público global”. Evidentemente, ha
continuado, las empresas implicadas en la investigación tendrían derecho a
recuperar las inversiones realizadas, pero no sería de recibo que la
comercializaran buscando unos beneficios descomunales y al precio de la vida de
los más pobres. A estas dos apariciones en público ha sucedido la noticia de
que la Fundación Templeton le había concedido el premio que lleva el mismo
nombre y dotado con 1,2 millones de euros, una cantidad superior a la del
Nobel. La institución inglesa informaba que se lo concedía por haber mostrado
que “la fe religiosa puede motivar e inspirar la investigación científica
rigurosa”.
Semejante reconocimiento
me ha permitido recordar cómo se encontró, según cuenta, a los 27 años y ejerciendo
la medicina, con una señora que le interpeló por sus creencias, después de
haber compartido con él que la fe cristiana era para ella una fuente de gran consuelo.
Gracias a su testimonio pudo comprobar, sorprendido, cómo la grave enfermedad
que padecía no erosionaba para nada su relación con Dios, sino que, al revés,
constituía una fuente de gran alivio. La pregunta, reconoció autocríticamente,
le incomodó, porque hasta entonces no había estudiado con el rigor requerido la
posibilidad de que Dios fuera real; sencillamente, porque su ateísmo brotaba de
una mezcla de “ceguera deliberada” y de “arrogancia”. Y esto no era de recibo
en una persona que, como él, tenía a gala tomar decisiones a partir de datos o
evidencias. Urgido por la necesidad de
despejar el malestar que le provocaba ser ateo por comodidad e incapaz de
aportar las pruebas que lo sustentaban, contactó con los responsables de una
Iglesia metodista que le facilitaron un ejemplar de “Mero cristianismo” (C. S.
Lewis). Lo leyó con avidez, dándose cuenta de que los argumentos en contra de
la plausibilidad de la fe en los que se había apoyado eran los propios de un
niño. Tenía que empezar de cero. Y así lo hizo.
Aun en la
hipótesis, se dijo a sí mismo, de que Dios fuera un ser radicalmente extraño y
exterior a nosotros, tendrían que haber huellas, signos, murmullos o
transparencias de su presencia, de manera semejante a como las hay de un
arquitecto en los edificios que ha diseñado y cuya construcción ha dirigido.
Con la ayuda de C. S. Lewis empezó a notar cómo se quebraba su ateísmo, de
igual forma a como se cuartea el hielo en el inicio de la primavera, y comenzó
a percatarse de Dios a partir, por supuesto, de sus huellas en el cosmos, en la
vida y sobre todo en la ley moral. Si bien es cierto, admitió, que la “ley
moral” es universal, también lo es que existe una moralidad sorprendente en las
personas que se entregan “a los demás sin tener en absoluto ningún interés
personal”. Son comportamientos altruistas que, además de provocar “la
reverencia y el sobrecogimiento”, llevan a preguntarnos por su fundamento. Y
más, cuando ya no es de recibo sostener que las leyes de la naturaleza, la ley
moral y el altruismo son un producto cultural o un subproducto de la evolución.
La respuesta racionalmente menos inadecuada se encontraba en lo que decimos
cuando decimos “Dios”. Tal percepción, clave para “el significado del universo”,
se mostraba mucho “más racional que el no creer”.
Queda para
otro momento exponer cómo y por qué el descubrimiento de la secuencia del
genoma humano no disolvió esta inicial explicación, sino que la reforzó en su
mayor consistencia racional que la atea.
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