Cuando la luna pascual está todavía crecida, lo evoco aquí porque en 1972, en su precioso libro Jesús para ateos, escribió: “Un ateo que asume seriamente, hasta la muerte, la vida y el esfuerzo por el movimiento que ama, sin cinismo y sin reservas oportunistas, puede muy bien admitir que el momento en que Pedro descubrió que Jesús era todavía el vencedor, aunque no hubiera habido nada más que una desoladora y concreta muerte de cruz, ha sido uno de los más grandes de la humanidad y de la historia”. Admirable confesión de esperanza atea, de esperanza pura sin etiqueta alguna. Y lúcida lectura de la Pascua cristiana y de su relato evangélico.
Con una ligera corrección, no obstante. Ligera corrección, pero relevante: según el evangelio de Juan, no fue Pedro, sino María de Magdala la que, sin otro signo que la vida y la cruz de Jesús, “descubrió que Jesús era el vencedor”. Fue María, mujer libre, la primera que corrió a la tumba del crucificado, que es como decir: consumó el duelo de su maestro muerto, lloró todas sus lágrimas, miró hasta el fondo el horror de la cruz, el frío de la losa, el vacío del sepulcro, la soledad de la muerte, el fracaso del maestro, la pérdida del amado. Fue la primera discípula en abrir del todo los ojos, en descubrir la presencia en medio de la ausencia, en percibir en la derrota la llama de la victoria.
Fue María la primera en reconocer que el condenado a causa de su bondad creadora y libre era, contra todas las apariencias, modelo de justicia, criterio de humanidad, profeta de un mundo digno de la vida. Y no necesitó para ello ningún “milagro sobrenatural” inexistente: ni la tumba vacía ni la aparición física del crucificado viviente. Le bastó con dejar que las lágrimas limpiaran la última mancha de sus ojos, y es seguro que no le bastaron para ello ni un día ni tres. Tuvo que aprender a no apegarse a sus recuerdos y deseos, a no sujetarse a ninguna forma, ni siquiera a la forma histórica de Jesús: “No me retengas, María. No te aferres a mi pasado”.
Y así se le reveló el secreto simple, el más profundo de la vida y de la historia con todos sus dramas: que las bienaventuranzas de Jesús tienen razón, que el Reino de Dios o el triunfo de la hermandad-sororidad de todos los vivientes es la esperanza más inquebrantable, a pesar de todo. Que el amor es más fuerte que la muerte, más fuerte que la injusticia, más poderoso que toda violencia, la de las estructuras y la de las armas, la de los poderosos y la de los rebeldes, dos formas de desesperación, la segunda más excusable que la primera, pero ambas estériles. Que la esperanza no depende del éxito, y merece la pena aunque una y otra vez fracase. Y que, al final, no hay ninguna sabiduría mejor para ser más felices que querer construir un mundo mejor para todos.
Es lo que había enseñado Jesús. Es lo que enseñó, en el fondo, Milan Machovec, y lo corroboró con su vida. Su Jesús para ateos es, en el fondo, también el nuestro. Y es igualmente el de María de Magdala, la “primera apóstol” o enviada, la primera que recibió la llamada del crucificado, el Mártir o Testigo de la Vida: “Anda, vete y diles a mis hermanos que no me busquen en la tumba, que no me encierren en creencias, dogmas ni iglesias, cosas del pasado, que vivo entre los vivientes, en el corazón de su vida, en sus llantos y gozos. Que cuanto más se da, la vida es más fuerte”. Fue, pues, a sus hermanos y los alentó. Y se convirtió en la primera columna de la Iglesia de Jesús, si bien muy pronto se apoderaron de esta las llaves de Pedro y la teología de Pablo.
Pero miremos al futuro. Con María de Magdala, queremos vivir la vida de Jesús, llena de Dios o del Misterio de la Vida más allá de todas las formas y constructos que llamamos dios. Dios o la vida a fondo, más allá del teísmo y del ateísmo.
Joxe Arregi
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