Gehiago jakiteko: Oscar Romero: profeta zela ez zekien profeta
Óscar Romero, obispo profeta y mártir, se entrañó con su pueblo. Cuando digo pueblo, digo la multitud, la mayoría condenada a la miseria por el poder y el lucro de unos pocos. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de su pueblo fueron sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias. La cruz de su pueblo fue su cruz. La pascua de su pueblo, la suya. Es un modelo, afable y firme, de la mística del pueblo, de la espiritualidad de las Bienaventuranzas. Pero no siempre lo fue. Tuvo que convertirse al Espíritu de Jesús, el Espíritu de Medellín y de las comunidades eclesiales de base.
Era hijo del pueblo humilde, sometido a las fuerzas armadas y/o a la oligarquía terrateniente -catorce familias dueñas de casi todas las tierras y riquezas- respaldadas siempre por el capital y las armas de los Estados Unidos del Norte. Hijo de un pueblo hambriento de pan y libertad, que se debatía entre la desesperación resignada y la violencia armada, igualmente desesperada, contra la violencia primera, la violencia institucionalizada del poder y del dinero, la más asesina. Era, también hay que decirlo, hijo sumiso de una institución eclesiástica alienada, alienante, dedicada a sus rezos y mandamientos, aliada de los grandes, olvidada de las Bienaventuranzas revolucionarias del profeta galileo.
Fue un sacerdote, un párroco, un obispo bueno: austero, caritativo y piadoso. Ayudaba a los pobres y los acompañaba cuanto podía. Pero aún ignoraba las causas del hambre y del conflicto armado que asolaban el país. Dios había hecho pobres a los pobres para ganar el cielo con su pobreza, y ricos a los ricos para ganar el mismo cielo con sus limosnas. Cada uno en su sitio. Eso era la paz. Es lo que le habían enseñado.
La realidad, la vida, le fueron enseñando otra cosa. El 12 de marzo de 1977, los escuadrones de la muerte mataron a su amigo jesuita Rutilio Grande junto con Manuel, de 72 años, y Nelson Rutilio, de 16. En cuanto lo supo, monseñor Romero, ya arzobispo de San Salvador, acudió al templo donde descansaban los tres cuerpos acribillados. Permaneció un largo rato contemplando, esta es la palabra, en el cadáver de Rutilio a Dios o la Realidad en el pueblo crucificado. Se le cayeron las vendas de los ojos, y todo lo vio de otra forma, como Ignacio de Loyola junto al río Cardener en Manresa: “Todas las cosas le parecieron nuevas”. Como Jesús junto al lago Genesaret de Galilea: “Al desembarcar, vio un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” (Marcos 6, 34), cosas de vida o muerte.
En el cuerpo de Rutilio veía la injusticia flagrante, del fondo de sus heridas le llegaba el grito de los pobres. Monseñor Romero tocaba tierra en la otra orilla. Por fin, rompiendo su largo silencio, solo dijo: “Si lo mataron por hacer lo que hacía, me toca a mí andar por su mismo camino”. Todo se revelaba.
Desembarcó. Optó. Vio, juzgó y actuó. Denunció sin cesar los abusos del poder. Condenó la violencia de los pobres, la guerrilla de los desesperados, pero más la guerra de los poderosos y la causa principal de toda violencia: la injusticia, la desigualdad, el hambre. Anunció una esperanza no violenta y rebelde. “Bienaventurados los pobres porque dejaréis de serlo. Bienaventurados los pacíficos, porque poseeréis la tierra”.
Pagó el precio de la profecía. El 24 de marzo de 1980 fue asesinado por un francotirador a las órdenes de un militar, mientras celebraba la eucaristía. Dos semanas antes había declarado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad”. Y de antemano perdonó a su asesino.
Ya estaba resucitando en el Espíritu, subversivo y consolador, que alienta en el corazón de todos los seres y de todos los pueblos.
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