Jesus Martínez Gordo
Queda por ver si
esta 'Constitución' tiene el deseable efecto dominó en la manera de
presidir las diócesis y en el ejercicio del sacerdocio. Parece –a la luz
de sus determinaciones– que los obispos y curas que gobiernan sus
respectivas iglesias locales y comunidades como si fueran cortijos
privados, tendrían que tener los días contados, porque vendrían a ser
apartados de toda responsabilidad, si no rectifican.
El histórico acuerdo entre la Santa Sede y China para el nombramiento
de obispos, la catástrofe moral de la pederastia eclesial y su
ocultamiento y la ofensiva ultraconservadora contra Francisco encabezada
por el arzobispo C. M Viganò, han ocultado una de las decisiones de más
calado que ha tomado el papa Bergoglio hasta el presente y que va a
marcar el futuro más inmediato de la Iglesia católica. Me refiero a la
publicación de la Constitución Apostólica 'Episcopalis Communio'
(septiembre 2018). Ya la misma tipificación del documento
('Constitución') indica que no nos encontramos con otro texto más, entre
tantos, sino con un instrumento fundamental, a cuya luz se han de
revisar otras leyes y desde el que se van a empezar a tomar decisiones
de calado.
Conviene recordar que no faltaron quienes
–desde los primeros meses de su pontificado– le recordaron a Francisco
que nuestro tiempo (y el suyo) era limitado y que nos acercábamos a los
cincuenta años transcurridos desde la finalización del Vaticano II sin
un desarrollo creíble del mismo. Quizá, por eso, empezó a escucharse
–primero quedamente– que había que dejar a un lado los gestos y empezar a
tomar decisiones. Es cierto que tampoco faltaron quienes indicaron cómo
este Papa había adoptado en tres años más disposiciones que su
antecesor; sobre todo, en lo referente a la moral sexual y a la
matrimonial. Pero también lo es que el inicial murmullo crítico empezó a
trocarse en un clamor en cuanto reconoció haber sido deficientemente
informado sobre la lacra de la pederastia eclesial en Chile. Y del
clamor se pasó a una incontenida indignación en cuanto se conoció el
informe sobre la pederastia en algunas diócesis de Pensilvania. A partir
de entonces, se acabó el tiempo de gracia mediática para Francisco y la
complicidad de los sectores más abiertos de la Iglesia y de la sociedad
civil. El Papa tenía que tomar decisiones. Y tenía que tomarlas
rápidamente sobre el problema y su raíz: el clericalismo.
Así ha
sido. En la primera de ellas, ha convocado a los presidentes de todas
las conferencias episcopales del mundo a un encuentro en el Vaticano
(febrero de 2019) para abordar la pederastia eclesial. En la segunda, ha
dotado de un inusitado alcance jurídico a su proyecto de «conversión
del Papado». Si la primera decisión ha llamado la atención de los medios
de comunicación social por lo inédito de la misma, la segunda (la
Constitución Apostólica 'Episcopalis Communio') ha pasado sin pena ni
gloria. Pero no, por ello, deja de tener un enorme calado: aparca un
modelo de gobierno eclesial marcadamente absolutista y clericalista y
apuesta, de manera decidida, por otro mucho más participativo y
corresponsable, tal y como lo había manifestado el 7 de octubre de 2015:
el Papa –dijo entonces– no está «por sí mismo por encima de la Iglesia,
sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del
colegio episcopal como obispo entre los obispos, llamado, a la vez, como
sucesor del apóstol Pedro, a guiar a la Iglesia de Roma que preside en
el amor a todas las Iglesias».
En coherencia con lo entonces
manifestado, el papa Bergoglio determina que, a partir de ahora, lo
normal es que los Sínodos se desarrollen en tres fases: una primera en
la que todos los bautizados tendrán la oportunidad de dar su opinión y
una tercera en la que –después de celebrado– todo el pueblo de Dios
volverá a participar creativamente en la recepción y aplicación de lo
acordado. Además, lo normal es que lo aprobado en los Sínodos sea
ratificado por él, quedando incorporado como enseñanza y determinación
suyas. Y por si eso pareciera poco, habrá Sínodos que serán convocados
para tratar cuestiones específicas cuyas decisiones serán normativas
para toda la Iglesia. Tres concreciones que muestran con indudable
claridad lo que Francisco entiende como «conversión del Papado» y, de
paso, lo que tendría que ser la 'conversión' de los obispos y de los
curas en el ejercicio de su responsabilidad.
Queda por ver si
esta 'Constitución' tiene el deseable efecto dominó en la manera de
presidir las diócesis y en el ejercicio del sacerdocio. Parece –a la luz
de sus determinaciones– que los obispos y curas que gobiernan sus
respectivas iglesias locales y comunidades como si fueran cortijos
privados, tendrían que tener los días contados, porque vendrían a ser
apartados de toda responsabilidad, si no rectifican. Y parece que los
diferentes consejos eclesiales tendrían que ser deliberativos cuando se
adopten acuerdos por mayoría cualificada (dos tercios): las
disposiciones allí aprobadas –al estar fundadas en un pacto de comunión y
misión– obligan a todos, laicos, curas y obispos.
A la luz de
estos datos, creo que con la presente 'Constitución' Francisco, además
de poner los puntos sobre las íes, coloca la pelota (de tener que
explicarse) en el tejado de quienes buscan desestabilizar su pontificado
en nombre de la 'verdad' que entienden detentar en exclusiva; nunca
corresponsablemente.
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