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Jesús Martínez Gordo
No hace ni un año que
conocí a Mikel Larburu. Vino a saludarme después de una conferencia que impartí
en San Sebastian. En el transcurso de la charla que mantuvimos salió el asunto
de la acogida de los emigrantes norteafricanos, la tragedia del fundamentalismo
islámico y la brocha gorda que suele aparecer cuando se afronta la cuestión de
las relaciones con los musulmanes. Entonces me enteré de que había estado más
de cuarenta años viviendo con ellos.
En encuentros posteriores he tenido la
suerte de escucharle hablar sobre el islam y, particularmente, sobre la riqueza
ética, diversidad y singularidad de estas personas que, desde hace un tiempo, vienen
llamando a nuestras “mesas de la abundancia”; sobre todo, en el sur de España.
Y también, en San Sebastián y en Bilbao, aunque una parte de ellos lo hagan en
tránsito hacia Europa.
Mikel (Zumaia, Gipuzkoa,
1944), criado en el seno de una familia marinera, dejó la mar, a la que se
sentía llamado, y fue adentrándose, desde 1969 hasta 2013, en los desiertos del
norte de África. Allí, en relación directa con el islam de carne y hueso,
descubrió lo que gusta denominar como el conocimiento por “contacto” y
“cercanía”, propiciado por la acogida y la hospitalidad musulmanas. Allí, en el
desierto, le tocó ver y padecer, a partir de 1992 y siendo Provincial de los
Padres Blancos, los efectos devastadores de las masacres yihadistas: diecinueve
martirizados que, dentro de unos meses, serán canonizados. Entre ellos, siete
monjes de Tibhirine, cuatro compañeros padres blancos y dos religiosas
españolas: Esther Paniagua (León) y Caridad Álvarez Martín (Burgos). A él le
tocó oficiar los funerales por ellas y escuchar, de boca de su superiora
religiosa, que ni Esther ni Caridad “quisieron morir. Eran amantes de la vida,
pero también de su pueblo y decidieron permanecer allí”. Lo suyo, apunta Mikel,
“fue coherencia”. Y también allí, en el corazón del desierto y a lo largo del
llamado “trienio negro”, pudo comprobar cómo fueron asesinados, además de ciento
diez profesoras de francés (cuyo único delito fue enseñar una lengua
extranjera), ochenta y nueve imanes por negarse a respaldar el extremismo
violento abanderado por los fanáticos.
Quien le conozca o tenga
la suerte de hablar con él o de leer el libro que sobre su experiencia ha
escrito Koldo Aldai (“De mar y arena”, Abárzuza, Navarra, 2018), tendrá la
oportunidad -algo inusual en los tiempos que corren- de “vacunarse” contra la
islamofobia de baja intensidad que, sigilosamente, comienza a apoderarse de una
parte creciente de la población europea, incluidas la vasca y la española. En
concreto, podrá percatarse de que son millones los musulmanes que comparten con
nosotros la condena contra la violencia y con quienes es posible encontrarse y
entenderse, a pesar de los brotes fundamentalistas de los que también ellos son
víctimas; tanto o más, que los europeos afincados en África o en el viejo
continente.
Hay dos detalles que le
he oído mentar en varias ocasiones. El primero, sobre sus dos “hermanos”
musulmanes: Mohamed Reggan, cabrero, y Tayeb, cocinero de la comunidad de
Padres Blancos en Ain Sefra. Éste último, recuerda emocionadamente, aun
contando con una gran familia biológica, no tuvo problema alguno en aumentarla:
acogió un vagabundo que encontró tirado en la calle y le ayudó hasta la misma
hora de su muerte. El segundo, se refiere a Christian, uno de los monjes de
Tibhirine martirizado por los fundamentalistas. Siendo joven, cuenta, tuvo que
prestar el servicio militar en Argel. La guarnición en la que se encontraba
sufrió un ataque guerrillero y fue apresado. Uno de los asaltantes salió en su
defensa, alegando que el joven capturado había hecho mucho por los necesitados
del lugar. El resultado de esta intervención fue su liberación; pero después
supo que habían colgado a su defensor musulmán, en represalia por su
solidaridad con Christian. Sin duda, la calidad de esta singular relación entre
musulmanes y católicos queda magníficamente reflejada en un pasaje de la
película sobre los monjes de Tibherine (“De dioses y hombres”) que Mikel
recuerda con particular gratitud: “nosotros, les dicen estos monjes mártires,
somos como pájaros en la rama que sois vosotros”. En ese momento, la madre de
la casa que escuchaba desde la cocina la conversación entra en el salón
diciendo: “¡no, no, no! Nosotros somos los pájaros y vosotros sois la rama en
la que estamos posados”.
En la actualidad, Mikel
vive en la residencia que los Padres Blancos tienen en Barañain (Navarra).
Desde allí atiende las muchas peticiones que recibe para hablar del islam, la
pasión de su vida. Y para explicar qué es eso del conocimiento por
“proximidad”, “integración” y “ósmosis”; facilitado, no se cansa de recordar,
por la acogida y la hospitalidad musulmanas. Por lo expuesto, no creo que su
testimonio -aunque pueda sorprender a algunos- se encuentre huérfano de lucidez y equilibrio o sobrado de ardor.
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