Jesús Martínez Gordo
El 25 de julio de 2018 se cumplirán cincuenta
años de la Carta Encíclica Humanae vitae
sobre la regulación de la natalidad. A lo largo de los meses, previos a esta
efeméride, se han podido leer y escuchar diferentes valoraciones e
interpretaciones; críticas o elogiosas, según los casos.
Entre estas últimas, me
ha llamado la atención que Mons. Iceta haya calificado como “profético” el
magisterio de Pablo VI (Fórum Deusto, 22 de mayo 2018). Y que, para ello, haya
recurrido a unas declaraciones de Francisco al Corriere della Sera (5 de marzo de 2014) en las que sostenía que el
Papa Montini, al tomar partido contra la mayoría, defender la disciplina moral
y oponerse al neomaltusianismo presente y futuro, mostró una “genialidad
profética”. No ha quedado igualmente resaltado en su intervención que, un poco
antes de este reconocimiento, y a pregunta del periodista Ferruccio de Bortoli
sobre la conveniencia de revisar la Encíclica -siguiendo las indicaciones del
cardenal C. M. Martini-, el Papa Bergoglio declaraba que “todo dependía de cómo
se interpretara la Humanae vitae” ya
que el mismo Pablo VI recomendaba “al final, mucha misericordia” y “atención a
las situaciones concretas”. Mons. Iceta, prestando una particular atención a la
alabanza reseñada, expuso con amplitud el contexto cultural y social en el que
se gestó la Encíclica: emergencia de la llamada “revolución sexual”;
radicalización de un movimiento feminista que buscaba “liberar a la mujer de la
esclavitud de la reproducción” y “empoderarse del cuerpo” e irrupción del
neomaltusianismo y de las políticas que favorecían el control artificial de la
natalidad y, por ello, de la población. Estos movimientos e ideologías, sostuvo
el obispo de Bilbao y presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y
defensa de la Vida, fueron fundamentales en aquel contexto que siguen estando
activamente presentes (“rabiosamente”, dirá en un momento
de su intervención) entre nosotros. Y son los que siguen evidenciando la
indudable importancia de la Humanae vitae
en nuestros días.
Distintos fueron el tratamiento y la valoración
del profesor Javier de la Torre, director de la Cátedra de bioética de la
Universidad Pontificia Comillas. Esta Encíclica, sostuvo el mismo día y en el
mismo Fórum, no ha sido aceptada (recepcionada), particularmente, el punto 14
de la misma. Y no lo ha sido porque muchos comportamientos que en el pasado
eran considerados pecaminosos, hoy ya no son vistos como tales. Además, propuso
tener presente -en el marco de una Iglesia comunión, es decir, colegial y
corresponsable- las valoraciones de los fieles recogidas al respecto por las Conferencias
Episcopales antes de los dos últimos Sínodos, así como sus comentarios a los
pocos meses de ser publicada “Humanae
vitae”; sin descuidar, por supuesto, los criterios explicitados en Amoris laetitia y la relectura que, a su
luz, hay que efectuar del magisterio de Pablo VI, tema central de su
intervención.
Este diferenciado tratamiento me lleva a
recordar el debate teológico y eclesial que antecedió y sucedió a la
publicación de la Encíclica sobre el control de la natalidad. Traigo a colación
unas pocas páginas del libro en el que lo expongo: “Estuve divorciado y me
acogisteis. Para comprender Amoris
laetitia (PPC, 2016). Como siempre, queda en manos del lector evaluar la
consistencia de cada una de estas interpretaciones.
En el origen de la Humanae
vitae.
Regresando de México, el 18 de febrero de 2016, se le preguntó al papa
Francisco sobre el riesgo que corrían las mujeres embarazadas de quedar
afectadas por el virus del zika y sobre el control –se entiende que artificial–
de la natalidad que, como mal menor, estaban promoviendo algunos gobiernos.
En su respuesta,
Francisco sostuvo que Pablo VI había permitido “a las monjas usar
anticonceptivos cuando estuvieran en riesgo de ser violadas”. Sencillamente
porque “evitar el embarazo no era un mal absoluto”. Al recordar estas
circunstancias no solo traía a la memoria una dramática y lamentable página de
la historia, sino que retrotraía el debate teológico sobre la moralidad o no
del control artificial de la natalidad a uno de sus momentos más decisivos, sin
olvidar que no faltaron quienes le recordaron, casi inmediatamente, que la
atribución de semejante decisión al papa Montini no estaba acreditada de forma
documental. O, mejor dicho, que no constaba una justificación explícita de la
misma.
Francisco remitía al
dramático episodio que marcó el debate sobre si era moralmente lícito que la
Iglesia –prolongando el magisterio, hasta entonces incuestionado– avalara el
control artificial de la natalidad en determinadas circunstancias excepcionales
y que, por tanto, ayudaba a comprender –por paradójico que pudiera ser– la Humanae vitae, una de las encíclicas más
polémicas y conocidas del magisterio papal en el siglo xx.
El debate teológico
sobre la entonces llamada “píldora congoleña” se abrió en 1961, año en el que
fueron violadas, durante la guerra por la independencia del antiguo Congo
Belga, muchas religiosas católicas. Lo inaudito de la situación llevó a que la
curia vaticana se planteara la cuestión de si era lícito o no el empleo de las
píldoras anticonceptivas.
La revista Studi Cattolici, cercana al Opus Dei,
solicitó un dictamen a tres profesores de teología moral: a Mons. P. Palazzini,
en aquel tiempo secretario de la Sagrada Congregación del Concilio y futuro
cardenal, a F. Hürt, profesor de moral en la Universidad Gregoriana, y a F.
Lambruschini, docente de la misma materia en el Lateranense y después arzobispo
de Perugia. Los tres dictámenes, publicados en la revista del Opus Dei con el
título genérico de «Una mujer pregunta: ¿cómo enfrentarse a la violencia?»,
concluyeron que estaba justificado el empleo de la píldora contraconceptiva por
dos tipos de complementarias consideraciones: por coherencia con el «principio
de totalidad» (es lícita una mutilación por el bien total de la persona) y por
la obligación de elegir, en caso de conflicto entre dos males, el menor de
ellos.
Es cierto que no hubo
una ratificación papal de dicha conclusión, pero también que no fue contestada
ni rechazada por el Santo Oficio. Simplemente hubo un silencio y una ausencia
de intervención institucional, algo que fue considerado suficiente para proceder
en conformidad con ella. Es más, la solución propuesta acabó convirtiéndose en
doctrina común entre los moralistas católicos de las diferentes escuelas. Y
conviene recordar que, una vez publicada la Humanae
vitae, no fue desautorizada ni por Pablo VI ni por los papas posteriores.
Por eso es una tesis que ha sido pacíficamente admitida, a pesar de no contar
con un refrendo explícito por parte del papado.
La socialización del problema. Se trataba, como es
evidente, de una importante decisión referida a una situación dramática y muy
concreta, además de teológicamente compleja. Sin embargo, no faltaron quienes
entendieron que, sin llegar a situaciones tan extremas, se daban otras
circunstancias en la vida familiar y de pareja en las que también era posible –y
legítimo– aplicar los mismos principios de la totalidad y del mal menor. ¿Por
qué –se preguntaban– lo que es lícito para las religiosas en el antiguo Congo
Belga no podía –y debía– ser válido también para las mujeres casadas? ¿No era
el suyo un caso en el que la atención a la unidad de la pareja y al bienestar
de la familia –el bien superior– estaba por encima de una abstinencia completa,
habida cuenta del riesgo que se corría empleando solo métodos naturales? Y,
como consecuencia de ello, ¿no era igualmente moral o, en todo caso, un mal
menor el control artificial –y no solo natural– de la natalidad?
La tradicional posición
católica –hasta el presente, procreacionista sin matices– empezaba a
tambalearse. Y como consecuencia de ello la doctrina sobre la intrínseca
negatividad de la contracepción.
El debate estaba en la
calle. Juan XXIII creó, en mazo de 1963, una comisión a la que encomendó
estudiar a fondo el empleo de los anticonceptivos, juntamente con el de la
planificación demográfica.
El magisterio del Concilio
Vaticano II. Los
trabajos de esta Comisión corrieron paralelos a los de los padres conciliares
en el Vaticano II, quienes manifestaron su voluntad de tratar la cuestión del
matrimonio. Sin embargo, se les hizo saber que el asunto del control artificial
de la natalidad estaba reservado a la Comisión promovida en su día por el papa
Roncalli.
Los padres conciliares
centraron su atención en los fines del matrimonio. Y lo hicieron prolongando el
tradicional objetivo de la procreación con el de la mutua comunicación del
amor: «El matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino
que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien
de la prole requieren que también el mutuo amor de los esposos mismos se manifieste,
progrese y vaya madurando» (GS 50). El matrimonio es, a la vez, «intimidad y
comunión total de la vida». De ahí la importancia de «conjugar el amor conyugal
con la responsable transmisión de la vida» o, lo que es lo mismo, de mantener
«íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación» (GS 51).
Al reconocer la
procreación juntamente con la necesidad de que se manifestara, progresara y
fuera madurando «el muto amor de los esposos», los padres conciliares no solo
enriquecían –ampliando– el fin –hasta entonces tradicional– del matrimonio,
sino que invitaban a articular o mantener «íntegra» la «mutua entrega», la
procreación y la paternidad responsable. Y, aunque no se posicionaran sobre un
posible control –natural o artificial– de la natalidad, dejaban abiertos los
dos, habida cuenta del bien superior que también son la mutua comunicación del
amor y la paternidad responsable. O, lo que es lo mismo, el cuidado de la
unidad matrimonial y la atención de la prole.
Los debates en la Comisión
a la que se encomendó estudiar el problema de la contracepción
artificial fueron particularmente vivos, no pudiéndose llegar a un dictamen
unánime. Esto explica que el grupo minoritario dentro de dicha Comisión
emitiera un informe según el cual la doctrina de la Iglesia en este asunto era
irreformable. Y que el mayoritario, al no compartir dicha conclusión, formulara
otro en el que, sin prestar atención alguna a los argumentos de la minoría,
apostó por cargar de razones un posible posicionamiento favorable al control
artificial de la natalidad.
La posición de Pablo VI. Después de una larga
espera, Pablo VI acabó asumiendo la posición de la minoría en la encíclica Humanae vitae, de 25 de julio de 1968:
«Queda, además, excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o
en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (HV 14).
Y lo hizo argumentando su inmoralidad en cuatro razones de desigual peso:
en primer lugar, por el peligro a que se «banalizara» la relación sexual. En
segundo lugar, por el miedo a que los poderes políticos o económicos acabaran
«imponiendo» a las poblaciones un control de la natalidad, particularmente a
las pobres; algo que, por aquellos años, ya se practicaba. En tercer lugar, por
el temor a que, avalando una contracepción responsable, se rompiera con la
tradición. Este fue el argumento que, sostenido por Pío XI para oponerse a la
aceptación anglicana de la contracepción (Conferencia de Lambeth, 1929), acabó
asumiendo la encíclica Casti connubii (1930) y que le resultó insuperable al mismo Pablo VI. Y, en
cuarto lugar, la apuesta, igualmente tradicional, de la Iglesia católica por la
concepción «natural» –frente a lo «artificial»– como base y fundamento de la
normativa referida al comportamiento humano.
En la articulación
entre, por un lado, procreación y, por otro, mutua comunicación del amor y
paternidad responsable acabó prevaleciendo la primera de ellas hasta anular a
las restantes. Pablo VI temió, muy probablemente, que un cambio en esa
dirección tuviera que acabar pagando el precio de una ruptura de la comunión
eclesial. También es cierto que el grupo mayoritario de la Comisión no le ayudó
a afrontar –y superar– las dudas planteadas por la minoría.
Como consecuencia de
ello quedó cerrada la puerta que los padres conciliares habían entreabierto, y
sobre todo empezó a agrandarse –en nombre del «signo de contradicción» que
tenía que ser la Iglesia en este asunto– la brecha ya existente entre el
magisterio y la gran mayoría de la comunidad cristiana. Y a la vez se iniciaron
los correspondientes procesos doctrinales contra los teólogos críticos.
El «relativismo moral» de B. Häring. Sin duda alguna, uno de los más penosos –por la inmisericordia desplegada–
fue el seguido por el Dicasterio, y más tarde Congregación, para la Doctrina de
la Fe contra B. Häring (1912-1993), uno de los grandes teólogos moralistas del
siglo xx.
Este religioso redentorista de reconocido prestigio mundial fue acusado de
favorecer el «relativismo moral», es decir, de tomar «los criterios del acto
moral exclusivamente de la situación histórica» y de «vaciar» completamente de
contenido la Palabra de Dios.
Sin embargo, cuando se evalúa el proceso seguido contra él, sorprenden su
propuesta de un tratamiento misericordioso de las «verdades innegociables» y su
invitación a mantener una relación adulta con el magisterio auténtico del papa,
aparcando todo resabio infalibilista y reconociendo una legítima y necesaria
pluralidad en la formulación del mismo magisterio.
Son dos puntos que van a volver a la palestra –para desconcierto de los
rigoristas– en el pontificado del papa Bergoglio. Como también la posibilidad
de comprobar hasta qué punto la denuncia contra él fue más fruto de intereses
inconfesables que de amor a la verdad: «En los grupos de presión –confesará el
redentorista– se habla mucho de obediencia al magisterio, mientras dominan la
ambición y el “carrerismo” (afán de medrar), para hacer después una
instrumentalización manifiestamente selectiva»
Una recepción fallida. Los años posteriores a la publicación de Humanae vitae fueron particularmente
turbulentos. Simplemente porque se esperaba
una decisión mucho más matizada. Para una buena parte de los católicos resultó
incomprensible el magisterio papal.
Es cierto que no se abordó el caso de las religiosas violadas en el antiguo
Congo Belga, la tragedia que estuvo en el origen del debate sobre la legitimidad
moral de un control artificial de la natalidad. Fue un silencio que también
será constatable en sus sucesores, cuando tengan que afrontar los casos de las
mujeres violadas en Bosnia o el problema de mantener relaciones sexuales entre
personas potencialmente transmisoras del sida y, por extensión, en el
afrontamiento de situaciones en las que sea previsible una violencia sexual o
en las que se mantenga simplemente una relación de riesgo para la salud. En
estos casos, los moralistas que consideraron lícito adoptar medidas preventivas
(puesto que se buscaba evitar un mal mayor) no fueron –ni serán–
desautorizados.
El silencio magisterial
ante esta razón, llamada «terapéutica», siguió dejando la vía abierta a un
control artificial. Y a la vez permitió enmarcar el escenario al que
concretamente se refería el papa Montini en la encíclica Humanae vitae: la de las parejas que decidían mantener –en el marco
de una vida conyugal normal– relaciones sexuales cerradas artificialmente a la
procreación. Esa era la cuestión y no otra.
La tensión eclesial que provocó esta encíclica (probablemente la más
conocida de todas y también la menos «recibida» o acogida por el pueblo de
Dios) explica que las Conferencias Episcopales
de Alemania, Austria, Canadá, Estados Unidos, Bélgica, Inglaterra y Francia terciaran en el debate proponiendo aplicar los criterios de la totalidad o
del mal menor –aceptados de hecho en silencio por el magisterio papal– a las
relaciones conyugales normales en el matrimonio. Los argumentos aportados, el
número de Conferencias episcopales y su notable importancia –e influencia–
acabaron encendiendo todas
las alarmas en la sede primada sobre el riesgo de un cisma en la Iglesia. La
crisis de autoridad en el más alto nivel era incuestionable. El problema del
control artificial de la natalidad derivaba en una cuestión de autoridad
magisterial. Desde entonces, ambos asuntos han ido irremediablemente de la
mano.
He aquí la razón por la
que Pablo VI convocó un Sínodo extraordinario para el año 1969. Pero ya no se
trataba de estudiar –y reconsiderar, si fuera preciso– colegialmente la
doctrina de la Humanae vitae, sino de
atajar el temor del sucesor de Pedro y de la curia vaticana. De ahí que su
objetivo fuera analizar «las relaciones de las Conferencias episcopales entre
sí y con la Sede Apostólica».
Esta reconducción del
problema, provocado por la publicación de la encíclica, dejó intacta la
doctrina papal allí explicitada, abrió las puertas a un cambio de rumbo en la
forma de entender y ejercer tanto el gobierno como el magisterio eclesial
aprobado en el Concilio Vaticano II y acabó mirando a otro lado –o apelando al
heroísmo– cuando se constataba –y así se hacía saber– que la inmensa mayoría
del pueblo de Dios no aceptaba, es decir, no «recibía» dicha doctrina.
Conclusión. A la luz de estos datos y consideraciones reconozco
mi mayor cercanía con la interpretación y valoración que, a los cincuenta años
de su publicación, ofrece el profesor J. de la Torre
sobre la Humanae vitae. Entiendo,
además, que el contenido de la Encíclica en cuestión -exceptuada su denuncia
del neomaltusianismo- ha quedado desbordado por las aportaciones ofrecidas por
el Papa Francisco en Amoris laetitia.
Quizá, por ello, el mejor servicio que se puede hacer en el cincuenta
aniversario de la misma es volver a recordar el paso dado adelante por los
padres conciliares y, concretamente, la centralidad que han de tener, a la vez,
la procreación y la mutua comunicación del amor en el matrimonio católico. Y,
por tanto, la paternidad o, como se prefiere decir más recientemente, la
“parentalidad responsable”. Éstas sí que fueron aportaciones realmente
relevantes que, ancladas en la fe del pueblo de Dios (el llamado “sensus
fidelium”), están llamadas a perdurar en el tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario