Más allá
de la izquierda y de la derecha.
La defensa
“católica” del no-nacido y del pobre en “Gaudete et exsultate”
Jesús Martínez
Gordo
Leyendo “Gaudete et
exsultate”, la última exhortación apostólica de Francisco sobre la santidad en
el mundo actual, ha habido quien ha centrado su atención sobre si el diablo es
en dicho texto una persona que, vivita y coleando, se recrearía en meter miedo
a los humanos con la amenaza del fuego eterno y alimentando la caldera de Pedro
Botero o si, por el contrario, es, más bien, una referencia simbólica con la
que mostrar que el “mal” no es una abstracción metafísica, sino una dura y
ladina realidad de muerte, miseria y desolación. A estas alturas, a nadie
extraña saber que la muerte “antes de tiempo” de los crucificados de nuestros
días está gestionada por personas sin corazón y bien conocidas.
Éstas, a pesar de
que oculten sus rostros y sus manos en instituciones “anónimas” y, en nombre de
la llamada “profesionalidad” o “rentabilidad” (la manera políticamente correcta
con que se presenta el fundamentalismo económico), entregan su vida al “diablo”
que es tener siempre (y al precio que sea) cuentas corrientes repletas de
beneficios, importando bien poco (o nada) que tales beneficios estén bañados en
sangre. Que se lo pregunten, por ejemplo, a quienes se dedican a transferir
tecnología y armamento militar a países -el caso de Arabia Saudí- tipificados
como “preocupantes o potencialmente preocupantes” ya que emplean dichas
tecnología y armamento contra poblaciones civiles. No olvidemos que el Estado
español autorizó exportaciones, llamadas “de defensa”, entre 2008 y 2016, por
valor de 22.603 millones de euros sabiendo que una cuarta parte de las mismas
iban destinadas a países así tipificados ¿Seguro que el “mal” no tiene rostros
concretos, aunque busque ocultarse en sociedades anónimas?
Pero, más allá de estas
consideraciones, para nada ingenuas, tampoco han faltado quienes han centrado
su atención en un pasaje que tiene su importancia y que corre el riesgo de
pasar bastante desapercibido para la gran mayoría de los lectores, liados -como
hemos estado- en saber si el diablo tenía cuernos o no y si estaba mucho o poco
chamuscado. Es, concretamente, el número 101 de la Exhortación Apostólica: “la
defensa del inocente que no ha nacido, sostiene Francisco, debe ser clara,
firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana,
siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo.
Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se
debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la
eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las
nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte”. El papa argentino
recupera en estos párrafos la relación entre la defensa de la vida del
“no-nacido” o “nasciturus” y la de los pobres que tienen enormes dificultades
para no morir “antes de tiempo”.
No es nueva esta
vinculación magisterial entre el derecho a la vida del no-nacido y la
solidaridad con los parias de este mundo, una vez nacidos. Ya se encuentra en
el magisterio de Juan XXIII, de Pablo VI, de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
Pero en la enseñanza de estos dos últimos también se encuentran, al aprobar el
Catecismo de la Iglesia Católica, una defensa de la pena de muerte (cierto que
en circunstancias especiales) y de la llamada “guerra justa”. Son apuestas que
han lastrado su apuesta por la vida estos últimos cuarenta años. Y que, de
paso, han acabado cuestionando la coherencia del magisterio eclesial al
respecto, tanto desde dentro como desde fuera de la institución.
A
diferencia de sus inmediatos predecesores, Francisco ha tenido “la locura” o la
audacia de proclamar a todos los vientos -y en sintonía con el Evangelio y Juan
XXIII- la inmoralidad de utilizar en la era atómica la guerra como un
instrumento de justicia: es “absurdo sostener que la guerra es un medio apto
para resarcir el derecho violado” (enero de 2017). Es hora, ha defendido, de
promover y desarrollar la no-violencia. Y, por si eso no fuera suficiente, se
ha vuelto a desmarcar del Catecismo sosteniendo que la condena a la pena de
muerte “humilla la dignidad humana en cualquier modo que venga ejecutada”,
además de suprimir una vida “que es siempre sagrada a los ojos del Creador”.
Por ello, ha concluido, es antievangélica. Sin paliativos de ninguna clase (octubre
de 2017).
No le han faltado
críticas: pretender cambiar la guerra por la paz justa mediante la no-violencia
es una bonita utopía. Como lo es ignorar que hay males (y personas) que solo
pueden ser erradicados mediante su ejecución. Sin embargo, tampoco han faltado
quienes, como es mi caso, estamos con él en semejantes posicionamientos por
entenderlos mucho más coherentes con el Evangelio que los habidos hasta el
presente. Los percibimos dotados de una autoridad y coherencia moral que han
faltado al magisterio eclesial estos últimos decenios. Volviendo la mirada al
Evangelio, Francisco no solo se ha desmarcado de la doctrina sobre la guerra
justa y de la condena a la pena de muerte, sino que ha recuperado -en positivo-
la fraternidad y solidaridad con quienes tienen derecho a la vida (aunque no
puedan exigirla ni reivindicarla) y con quienes, ya nacidos, tienen
dificultades para comer una vez al día o son descartados y llevados a la muerte
“antes de tiempo”. Además, la experiencia nos dice, por si todo ello fuera
poco, que, muy frecuentemente, las utopías de hoy son las evidencias de mañana.
Y el Evangelio, leído como lo hace Francisco, es marcadamente utópico y, por
ello, provocadora evidencia más pronto que tarde.
¿Qué puede suponer
semejante reformulación doctrinal entre nosotros?
No es nada nuevo que
para la izquierda de nuestro país resulta mucho más determinante la defensa -en
caso de conflicto- del pobre viviente que del no-nacido o “nasciturus”. Por
ello, entre ambas vidas, se decanta por la primera al precio de la segunda.
Semejante decisión resulta de primar -rompiendo con la tradición solidaria a la
que pertenece- la calidad de vida del ya viviente sobre el derecho a la vida
del no-nacido o “nasciturus”. No faltan quienes llegan a sostener que esta
apuesta por la libertad del nacido al precio de la solidaridad con el
“no-nacido” es una variante -debidamente puesta al día- del “darwinismo social”
(“el pez grande se come al chico”) que ha venido siendo patrimonio exclusivo de
la derecha más rancia y beligerante. Según esta observación, nos encontramos
con que la izquierda está siendo contaminada -sobre todo, en su versión más
radical- por este axioma de la derecha cuando defiende, por ejemplo, “el
derecho al aborto”. Cuando ello sucede, recuerdan estos críticos, dicha
izquierda queda contaminada por la lógica “depredadora” que, tradicionalmente,
había venido siendo patrimonio de la derecha.
Y tampoco es novedad
alguna que la derecha prefiera defender (a veces, hasta apasionadamente) el
derecho a la vida del no-nacido o del “nasciturus” sin dejar de mirar a otro
lado u oponerse frontalmente a las iniciativas y decisiones que buscan
garantizar la posibilidad de una existencia medianamente digna a los ya nacidos
y, concretamente, a los más pobres y necesitados. Tal es el caso, por ejemplo,
de las críticas que, como una especie de eterno “ritornello”, hay que escuchar
de ellos en el País Vasco sobre la Renta de Garantía de Ingresos (RGI); sobre
todo, cuando se aproximan citas electorales. Sin negar que este mecanismo de
solidaridad con los más necesitados es mejorable en muchos aspectos y que no
está exento de la picaresca que es propia y habitual de la condición humana
(más allá de que se sea nacional o extranjero), es incuestionable que a la
derecha no le gusta nada dicha Renta de Garantía de Ingresos ni la apuesta que
canaliza por garantizar un mínimo vital básico a todas las personas y familias
que no disponen de recursos económicos suficientes. He aquí un ejemplo en el
que la derecha, siendo formalmente solidaria con los “no-nacidos”, muestra su
rostro insolidario y beligerante con los vivientes.
Pues bien, frente a la
falta de “locura o coraje solidario” de la izquierda con los “no-nacidos” (en
nombre de la libertad personal) y frente al “darwinismo social” de la derecha
con los pobres (en nombre de la rentabilidad y al precio de la solidaridad),
Francisco recuerda que lo propiamente “católico” (mejor dicho, cristiano) pasa
por acoger el derecho a nacer del “nasciturus” y el derecho a vivir dignamente
del ya nacido para no morir “antes de tiempo”. Y más, si es pobre o está
condenado a serlo. Como se ve, una posición para nada equidistante, además de
coherente. La culpa de ello la tiene, una vez más, el
Evangelio, caricia y aguijón a la vez. Guste o no. Sencillamente, ¡fantástico!
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