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domingo, 8 de abril de 2018

Cristianofobia políticamente correcta



  Jesús Martínez Gordo

Me indigna que “el deporte practicado en las tierras del pijoprogresismo” sea el insulto, el escarnio y el ultraje de los cristianos. Como también me indigna que el “progre yupiyaya” haga del “desprecio a los católicos” un arma revolucionaria, cuando, en realidad, “sólo es el retrato preciso de la estupidez”. Quien así se manifiesta es Pilar Rahola, diputada en el Congreso entre 1993 y 2000 por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), partido en el que militó hasta 2006. Lo dice en un libro que acaba de publicar con el título “S.O.S. cristianos. La persecución de cristianos en el mundo de hoy, una realidad silenciada”. 

Esta tertuliana radiofónica y televisiva, ensayista y filóloga, además de periodista, se autopresenta -rompiendo moldes nuevamente- como “católica no creyente”, es decir, como “una militante racionalista” a quien resulta imposible creer en Dios, pero a quien (dice) “mi ética no me impide respetar a los creyentes” ni reconocer que los necesito “para mejorar la sociedad”: de ellos he recibido “bondad, capacidad de empatía, capacidad de comprensión, sentido de la justicia, sentido del valor para defender los propios ideales…”. Por eso, me aproximo al drama del martirio actual de los cristianos a partir de estos valores recibidos, pero, sobre todo, en “defensa de los derechos civiles” y fundamentales. No, desde la fe que no tengo.

El libro es un descarnado recorrido por algunos lugares del martirio que padecen en la actualidad los cristianos (Corea del Norte, Somalia, Pakistán, Siria, Irak, Nigeria, Arabia Saudí, entre otros) y, con ellos, también, muchos musulmanes: despiadadamente asesinados por el yihadismo terrorista; legalmente reprimidos por el salafismo radical o por el islamismo wahabita o condenados, como así sucede en Occidente, a ser despreciados por la izquierda y a defenderse de su instrumentalización política por la derecha. Quien lo lea y llegue al final podrá comprobar cómo se le encoge en muchos momentos el corazón por la inmensidad del horror (con el máximo “más razonable”, según algunas fuentes, de 100.000 mártires al año). Y también, por el “ominoso ostracismo informativo” al que está sometido, tal y como reconoce J. M. Sanguinetti. “La verdad, sentencia el expresidente de Uruguay citando a Cicerón, se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”. Éste, el de la persecución de los cristianos, es “un muro de silencio”, lapidario, abrumador e implacable.

Pero es posible que también le sorprenda la denuncia de P. Rahola: entre nosotros, en la piel de toro, semejante silencio queda envuelto en una cristianofobia políticamente correcta que se ha apoderado de casi toda la izquierda. Las víctimas, concretamente, las cristianas, no quedan bien en las pancartas del progresismo porque rompen el simplismo maniqueo que suele inspirarlas y que, en nuestro caso, se encuentra sustentado por la alianza secular de la Iglesia con el poder y por el pulso entre laicidad y presencia pública de la religión. Y si es incuestionable el rol que determinados poderes eclesiásticos pretenden seguir ejerciendo en la sociedad como censores de ideas y represores de los derechos civiles, no lo es menos la existencia de quienes se obstinan en entender la laicidad, no como una apuesta por la integración, sino por la segregación y el enfrentamiento. Quizá, por ello, hay una izquierda que cree a pies juntillas que los católicos -sin ningún tipo de matiz- forman parte de una clase dominante y dominadora. Y esto, dígase lo que se diga, gustan recordar, es manifiestamente irreconciliable con el progreso. Probablemente, por eso, “satirizar, destripar, blasfemar sobre el catolicismo o el cristianismo en general”, manchar la iconografía, la “espiritualidad y la plegaria católica sale gratis y hace parecer más progre”. De hecho, no suele tener ninguna consecuencia, más allá del dolor que se puede causar a los creyentes. Sin embargo, apunta, “ni es revolucionario, ni es heroico ni transforma nada: solamente mancha”.

Quienes nos auto-identificamos como de izquierdas nos encontramos sumidos, concluye P. Rahola, en un “triángulo del horror” del que no parecemos capaces de salir en nuestra relación con los cristianos: en los países en los que “la violencia impera, son asesinados; allí donde reinan los tiranos, son reprimidos y segregados”. Ante estas situaciones, damos por bueno el “muro del silencio”, lapidario, abrumador e implacable. Y “allí donde -como es nuestro caso- imperan las libertades”, “son menospreciados”, dando a entender que es lo políticamente correcto y hasta revolucionario. Ante la fortaleza de este “triángulo del horror”, “quiero decirle al mundo no-católico, o no-cristiano, que estos mártires también son suyos, no sólo de la Iglesia”.  Y lo son porque, con su sola presencia en estos países y entre nosotros, están cuarteando -se reconozca o no- el totalitarismo.

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