Jesús Martínez Gordo
Me indigna que “el
deporte practicado en las tierras del pijoprogresismo” sea el insulto, el
escarnio y el ultraje de los cristianos. Como también me indigna que el “progre
yupiyaya” haga del “desprecio a los católicos” un arma revolucionaria, cuando,
en realidad, “sólo es el retrato preciso de la estupidez”. Quien así se
manifiesta es Pilar Rahola, diputada en el Congreso entre 1993 y 2000 por
Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), partido en el que militó hasta 2006.
Lo dice en un libro que acaba de publicar con el título “S.O.S. cristianos. La
persecución de cristianos en el mundo de hoy, una realidad silenciada”.
Esta
tertuliana radiofónica y televisiva, ensayista y filóloga, además de
periodista, se autopresenta -rompiendo moldes nuevamente- como “católica no
creyente”, es decir, como “una militante racionalista” a quien resulta
imposible creer en Dios, pero a quien (dice) “mi ética no me impide respetar a
los creyentes” ni reconocer que los necesito “para mejorar la sociedad”: de
ellos he recibido “bondad, capacidad de empatía, capacidad de comprensión,
sentido de la justicia, sentido del valor para defender los propios ideales…”.
Por eso, me aproximo al drama del martirio actual de los cristianos a partir de
estos valores recibidos, pero, sobre todo, en “defensa de los derechos civiles”
y fundamentales. No, desde la fe que no tengo.
El libro es un
descarnado recorrido por algunos lugares del martirio que padecen en la
actualidad los cristianos (Corea del Norte, Somalia, Pakistán, Siria, Irak,
Nigeria, Arabia Saudí, entre otros) y, con ellos, también, muchos musulmanes:
despiadadamente asesinados por el yihadismo terrorista; legalmente reprimidos por
el salafismo radical o por el islamismo wahabita o condenados, como así sucede
en Occidente, a ser despreciados por la izquierda y a defenderse de su
instrumentalización política por la derecha. Quien lo lea y llegue al final
podrá comprobar cómo se le encoge en muchos momentos el corazón por la
inmensidad del horror (con el máximo “más razonable”, según algunas fuentes, de
100.000 mártires al año). Y también, por el “ominoso ostracismo informativo” al
que está sometido, tal y como reconoce J. M. Sanguinetti. “La verdad, sentencia
el expresidente de Uruguay citando a Cicerón, se corrompe tanto con la mentira
como con el silencio”. Éste, el de la persecución de los cristianos, es “un
muro de silencio”, lapidario, abrumador e implacable.
Pero es posible que
también le sorprenda la denuncia de P. Rahola: entre nosotros, en la piel de
toro, semejante silencio queda envuelto en una cristianofobia políticamente
correcta que se ha apoderado de casi toda la izquierda. Las víctimas,
concretamente, las cristianas, no quedan bien en las pancartas del progresismo
porque rompen el simplismo maniqueo que suele inspirarlas y que, en nuestro
caso, se encuentra sustentado por la alianza secular de la Iglesia con el poder
y por el pulso entre laicidad y presencia pública de la religión. Y si es
incuestionable el rol que determinados poderes eclesiásticos pretenden seguir
ejerciendo en la sociedad como censores de ideas y represores de los derechos
civiles, no lo es menos la existencia de quienes se obstinan en entender la laicidad,
no como una apuesta por la integración, sino por la segregación y el
enfrentamiento. Quizá, por ello, hay una izquierda que cree a pies juntillas
que los católicos -sin ningún tipo de matiz- forman parte de una clase
dominante y dominadora. Y esto, dígase lo que se diga, gustan recordar, es
manifiestamente irreconciliable con el progreso. Probablemente, por eso,
“satirizar, destripar, blasfemar sobre el catolicismo o el cristianismo en
general”, manchar la iconografía, la “espiritualidad y la plegaria católica
sale gratis y hace parecer más progre”. De hecho, no suele tener ninguna
consecuencia, más allá del dolor que se puede causar a los creyentes. Sin
embargo, apunta, “ni es revolucionario, ni es heroico ni transforma nada:
solamente mancha”.
Quienes nos
auto-identificamos como de izquierdas nos encontramos sumidos, concluye P.
Rahola, en un “triángulo del horror” del que no parecemos capaces de salir en
nuestra relación con los cristianos: en los países en los que “la violencia
impera, son asesinados; allí donde reinan los tiranos, son reprimidos y
segregados”. Ante estas situaciones, damos por bueno el “muro del silencio”,
lapidario, abrumador e implacable. Y “allí donde -como es nuestro caso- imperan
las libertades”, “son menospreciados”, dando a entender que es lo políticamente
correcto y hasta revolucionario. Ante la fortaleza de este “triángulo del
horror”, “quiero decirle al mundo no-católico, o no-cristiano, que estos
mártires también son suyos, no sólo de la Iglesia”. Y lo son porque, con su sola presencia en
estos países y entre nosotros, están cuarteando -se
reconozca o no- el totalitarismo.
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