El desarrollo
industrial tiene muchos componentes, además de los más obviamente
económicos; básicamente culturales y sociales. No es, pues, algo
intrínsecamente malo per se, como a veces pudiera pensarse al
escuchar determinados mensajes catastrofistas.
Gracias a la Revolución Industrial hemos conseguido un desarrollo industrial, sanitario, económico, alimenticio, turístico, cultural y educativo, de los medios de transporte… inimaginable antes de la llegada de las máquinas. Todo lo cual podría resumirse en una afirmación tan cierta como poco aireada: nunca habíamos vivido más y mejor, aunque en los últimos años la crisis económica está golpeando a no pocas familias.
Hace solo un siglo, en Euskadi la esperanza media de vida al nacer era de menos de 45 años. En estos momentos, la esperanza media de vida al nacer una niña es de casi 85,4 años y de un bebé masculino, de 79 años. Lo que significa que los y las ciudadanas vascas casi hemos doblado la duración media de nuestra vida en solo un siglo cuando durante milenios los seres humanos vivían en promedio más o menos lo mismo: entre treinta y cuarenta años.
¿Cuál es el problema entonces? Pues que ese desarrollo industrial
y sus consecuencias innegablemente positivas se han hecho a costa de
elementos de la Biosfera -recursos naturales de todo tipo, minerales,
vegetales y animales- generando al tiempo componentes indeseables que
englobamos bajo el nombre genérico de residuos.
Civilización del desperdicio
Con todo, existe un concepto aún más aterrador, a pesar de que en una primera lectura parezca de los más anodino: el que caracteriza a nuestro nivel de desarrollo como una auténtica civilización del desperdicio. Para asustarse un poco, basta pensar que el umbral de riqueza de una población se mide por la cantidad de basura que produce: los ricos somos los que superamos el índice de un kilo de basura por habitante y día (actualmente debido a la crisis económica no llega al kilo). Los pobres, en cambio, no producen basura: nada les sobra…
Para cualquier persona de un país pobre, el modelo de desarrollo occidental es envidiable. Funciona todo, desde el teléfono y la televisión hasta el consumo más disparatado, e incluso la protección del medio ambiente, sobre todo local y en algunas materias, como es el caso de la recogida selectiva de residuos urbanos, resulta positiva y cada vez más importante: contenedores para recogida de vidrio y de otras fracciones de los residuos u otras como la instalación de catalizadores en los motores de los automóviles y gasolinas sin plomo, parques naturales de especial protección, etc.
Pero, a pesar de estas aparentes mejoras ambientales, si los alrededor de 7.400 millones de humanos -número de habitantes en el planeta en 2015- viviesen igual que los norteamericanos, europeos o japoneses, el mundo sería ya hoy una auténtica catástrofe. No solo a causa del consumo per cápita del agua, energía, minerales y suelo para cultivo o viviendas sino, sobre todo, porque estaría literalmente ahogándose en sus propios desechos.
Claro que los países pobres no pueden imaginar nada peor que lo que ya están sufriendo; quizá por eso siguen intentando parecerse a nosotros y son inmunes al argumento medioambiental. Sobre todo mientras los países ricos no demuestren con hechos y no con teorías que se puede conseguir lo mismo de otra manera. Si decimos ahora que nuestro desarrollo actual es insostenible y, por tanto, rechazable, tendremos que demostrar, adoptándolo, que hay otro tipo de desarrollo -para todos, ricos y pobres- con similares ventajas pero sin los inconvenientes del actual.
La actual sociedad de consumo imperante en los países ricos, como el que vivimos, considera que son residuos desechables múltiples sustancias que, sin embargo, tienen valor, a menudo mucho valor. Por no reconocerlo así, nuestro problema es que ahora, de repente, nos ahogamos en nuestros propios desechos. Hoy es posible medir el grado de desarrollo de una sociedad por el volumen de basura doméstica que produce. El límite del superdesarrollo está en un kilo y pico por habitante y día… Nunca más acertado describir a nuestra sociedad como la “sociedad del desperdicio”.
Despilfarro alimentario
Un ejemplo muy ilustrativo de este tipo de sociedad es el despilfarro alimentario, auténtica vergüenza. En Europa, según el estudio Perparatory Study on food waste across EU 27, realizado por BIO Intelligence Service para la Comisión Europea, se estiman que las pérdidas y desperdicio de alimentos alcanzan aproximadamente los 89 millones de toneladas de alimentos al año (179 kilos por persona, es decir, medio kilo de comida al día). De ellos, el 42% se estima que proviene de los hogares, del cual el 60% sería evitable; el 39%, de los procesos de fabricación, del que la mayor parte se considera inevitable: el 5%, de la distribución y el 14% de los servicios de restauración y catering.
Las pérdidas y desperdicio de alimentos no solo representan, desde una perspectiva global, una oportunidad desaprovechada de alimentar a una población mundial en aumento, sino que, en el actual contexto de crisis económica, en el que la sociedad atraviesa momentos difíciles y debido al cual se ha incrementado el número de personas en situación de vulnerabilidad social, la reducción de este desperdicio alimentario sería un paso preliminar importante para combatir el hambre y mejorar el nivel de nutrición de las poblaciones más desfavorecidas.
Además del problema ético y nutricional que supone que una cantidad considerable de alimentos en buen estado se desaproveche cada día, se plantea el impacto ambiental en términos de cantidad de recursos naturales finitos, como los recursos hídricos, la tierra o los recursos marinos, utilizados para la producción de estos alimentos no consumidos.
Sin duda, se requiere una respuesta contundente ante tal situación, que debe basarse en la prevención en la generación de residuos. En este sentido, cabe destacar la ley aprobada este mismo año en Francia, que se ha convertido en el primer país del mundo en prohibir a los supermercados que tiren o destruyan la comida que queda sin vender, obligándolos en cambio a donarla a organizaciones de caridad y bancos de alimentos.
En el siglo XXI en el que vivimos, se viene a reclamar una política que se ha popularizado con el concepto de “Desarrollo Sostenible” desde que se acuñó tal concepto en el Informe de la Comisión Brundlandt para Naciones Unidas en 1989. Pero hay muchas interpretaciones sobre cómo se entiende tal desarrollo y en muchas ocasiones hay quienes sostienen que se basa en un crecimiento imparable de todo: consumo, producción, población, incluso residuos… Y la Tierra es un sistema cerrado en el que un crecimiento continuo de todo eso resulta imposible. En cambio, un desarrollo sostenible, tal como lo concibo, debe ser capaz de considerar que se trata no tanto de crecer en términos absolutos como de repartir mejor, vivir con menos y crecer solo en términos relativos y localmente.
Eso solo es posible con una decidida política de redistribución de riquezas y recursos, además de una imprescindible minimización de los impactos de todo tipo que genera el modelo de desarrollo económico actual.
Gracias a la Revolución Industrial hemos conseguido un desarrollo industrial, sanitario, económico, alimenticio, turístico, cultural y educativo, de los medios de transporte… inimaginable antes de la llegada de las máquinas. Todo lo cual podría resumirse en una afirmación tan cierta como poco aireada: nunca habíamos vivido más y mejor, aunque en los últimos años la crisis económica está golpeando a no pocas familias.
Hace solo un siglo, en Euskadi la esperanza media de vida al nacer era de menos de 45 años. En estos momentos, la esperanza media de vida al nacer una niña es de casi 85,4 años y de un bebé masculino, de 79 años. Lo que significa que los y las ciudadanas vascas casi hemos doblado la duración media de nuestra vida en solo un siglo cuando durante milenios los seres humanos vivían en promedio más o menos lo mismo: entre treinta y cuarenta años.
Civilización del desperdicio
Con todo, existe un concepto aún más aterrador, a pesar de que en una primera lectura parezca de los más anodino: el que caracteriza a nuestro nivel de desarrollo como una auténtica civilización del desperdicio. Para asustarse un poco, basta pensar que el umbral de riqueza de una población se mide por la cantidad de basura que produce: los ricos somos los que superamos el índice de un kilo de basura por habitante y día (actualmente debido a la crisis económica no llega al kilo). Los pobres, en cambio, no producen basura: nada les sobra…
Para cualquier persona de un país pobre, el modelo de desarrollo occidental es envidiable. Funciona todo, desde el teléfono y la televisión hasta el consumo más disparatado, e incluso la protección del medio ambiente, sobre todo local y en algunas materias, como es el caso de la recogida selectiva de residuos urbanos, resulta positiva y cada vez más importante: contenedores para recogida de vidrio y de otras fracciones de los residuos u otras como la instalación de catalizadores en los motores de los automóviles y gasolinas sin plomo, parques naturales de especial protección, etc.
Pero, a pesar de estas aparentes mejoras ambientales, si los alrededor de 7.400 millones de humanos -número de habitantes en el planeta en 2015- viviesen igual que los norteamericanos, europeos o japoneses, el mundo sería ya hoy una auténtica catástrofe. No solo a causa del consumo per cápita del agua, energía, minerales y suelo para cultivo o viviendas sino, sobre todo, porque estaría literalmente ahogándose en sus propios desechos.
Claro que los países pobres no pueden imaginar nada peor que lo que ya están sufriendo; quizá por eso siguen intentando parecerse a nosotros y son inmunes al argumento medioambiental. Sobre todo mientras los países ricos no demuestren con hechos y no con teorías que se puede conseguir lo mismo de otra manera. Si decimos ahora que nuestro desarrollo actual es insostenible y, por tanto, rechazable, tendremos que demostrar, adoptándolo, que hay otro tipo de desarrollo -para todos, ricos y pobres- con similares ventajas pero sin los inconvenientes del actual.
La actual sociedad de consumo imperante en los países ricos, como el que vivimos, considera que son residuos desechables múltiples sustancias que, sin embargo, tienen valor, a menudo mucho valor. Por no reconocerlo así, nuestro problema es que ahora, de repente, nos ahogamos en nuestros propios desechos. Hoy es posible medir el grado de desarrollo de una sociedad por el volumen de basura doméstica que produce. El límite del superdesarrollo está en un kilo y pico por habitante y día… Nunca más acertado describir a nuestra sociedad como la “sociedad del desperdicio”.
Despilfarro alimentario
Un ejemplo muy ilustrativo de este tipo de sociedad es el despilfarro alimentario, auténtica vergüenza. En Europa, según el estudio Perparatory Study on food waste across EU 27, realizado por BIO Intelligence Service para la Comisión Europea, se estiman que las pérdidas y desperdicio de alimentos alcanzan aproximadamente los 89 millones de toneladas de alimentos al año (179 kilos por persona, es decir, medio kilo de comida al día). De ellos, el 42% se estima que proviene de los hogares, del cual el 60% sería evitable; el 39%, de los procesos de fabricación, del que la mayor parte se considera inevitable: el 5%, de la distribución y el 14% de los servicios de restauración y catering.
Las pérdidas y desperdicio de alimentos no solo representan, desde una perspectiva global, una oportunidad desaprovechada de alimentar a una población mundial en aumento, sino que, en el actual contexto de crisis económica, en el que la sociedad atraviesa momentos difíciles y debido al cual se ha incrementado el número de personas en situación de vulnerabilidad social, la reducción de este desperdicio alimentario sería un paso preliminar importante para combatir el hambre y mejorar el nivel de nutrición de las poblaciones más desfavorecidas.
Además del problema ético y nutricional que supone que una cantidad considerable de alimentos en buen estado se desaproveche cada día, se plantea el impacto ambiental en términos de cantidad de recursos naturales finitos, como los recursos hídricos, la tierra o los recursos marinos, utilizados para la producción de estos alimentos no consumidos.
Sin duda, se requiere una respuesta contundente ante tal situación, que debe basarse en la prevención en la generación de residuos. En este sentido, cabe destacar la ley aprobada este mismo año en Francia, que se ha convertido en el primer país del mundo en prohibir a los supermercados que tiren o destruyan la comida que queda sin vender, obligándolos en cambio a donarla a organizaciones de caridad y bancos de alimentos.
En el siglo XXI en el que vivimos, se viene a reclamar una política que se ha popularizado con el concepto de “Desarrollo Sostenible” desde que se acuñó tal concepto en el Informe de la Comisión Brundlandt para Naciones Unidas en 1989. Pero hay muchas interpretaciones sobre cómo se entiende tal desarrollo y en muchas ocasiones hay quienes sostienen que se basa en un crecimiento imparable de todo: consumo, producción, población, incluso residuos… Y la Tierra es un sistema cerrado en el que un crecimiento continuo de todo eso resulta imposible. En cambio, un desarrollo sostenible, tal como lo concibo, debe ser capaz de considerar que se trata no tanto de crecer en términos absolutos como de repartir mejor, vivir con menos y crecer solo en términos relativos y localmente.
Eso solo es posible con una decidida política de redistribución de riquezas y recursos, además de una imprescindible minimización de los impactos de todo tipo que genera el modelo de desarrollo económico actual.
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