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miércoles, 2 de noviembre de 2016

Tierra o cenizas: Sebas García Trujillo

De nuevo nos convierten en el hazmerreír de nuestros conciudadanos, lo que comporta una cierta dosis de minusvaloración social del contenido de nuestra fe cristiana. Y ahora vete con estas credenciales a “predicar el evangelio a toda criatura” (Marcos 16, 15). Me estoy refiriendo a las reacciones suscitadas por el reciente documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la Sepultura de los Difuntos. Sugerente en algunos de sus párrafos, pero desequilibrado y rancio en otros. Porque no es que no tenga aportaciones positivas, sino que las negativas son más estentóreas, cosa que debiera tener en cuenta todo mensajero, sea Papa o cardenal. 

Artículo publicado en DEIA con el título: Enterramiento e incineración



Entre las aportaciones positivas de este documento vaticano están las recomendaciones orientadas a dignificar el tratamiento a dar a los restos de los difuntos. Nada más elogiable y oportuno porque, a decir verdad, se están generalizando entre nosotros prácticas funerarias auténticamente horteras. 
Claro que es deseable que los restos de la incineración no se esparzan y, aún menos, se acumulen en lugares a la simple elección de familiares o amigos de los difuntos y que los espacios públicos no se llenen de placas lacrimógenas, ni de flores de plástico; claro que es deseable que una autoridad, a ser posible civil y experta en salubridad, regule dónde no es aconsejable esparcir los restos de la cremación. El documento vaticano, sin embargo, ha fijado dónde se deben depositar dichos restos, lo que es discutible, habida cuenta de que la mayoría de los ciudadanos viven en una nebulosa entre la creencia y la increencia cristianas. La iglesia católica, con razón, reclama para los restos de todos los difuntos un lugar de reposo estéticamente bello y recogido que prolongue su recuerdo -y hasta su cercanía misteriosa- y, si se quiere, hasta una oración por y con ellos. Chapeau… o capello cardenalicio, que parece más adecuado al tema que nos ocupa. 

Pero esta aspiración digna de elogio la Congregación para la Doctrina de la Fe la presenta con unas disposiciones inanes y extemporáneas que apoya, además, en unos argumentos para los que la jerarquía cristiana no tiene prerrogativas, ni conocimientos especiales. Para evitar confusiones ¿no hubiera sido más adecuado que el documento lo hubiera firmado la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos que no la Congregación para la Doctrina de la Fe? 

Hubiera sido conveniente que el documento pontificio se hubiera limitado a sugerir, en lugar de imponer y que, por ejemplo, en vez de decir que los restos o “las cenizas deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio, o si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente”, lo hubiera simplemente propuesto como una oferta recomendable (la más recomendable, si les parece). 

Por otra parte, parece arrogante que la jerarquía eclesiástica se abrogue la autoridad, con tintes de primacía, para calificar un lugar como sagrado. A muchos, además de los templos o cementerios, nos puede parecer sagrada la cima del Gorbea, donde tantas veces vivieron momentos de gozo alguno de nuestros difuntos (por cierto, que el Dios bíblico también escoge los montes para sus grandes manifestaciones: Horeb, Sinaí, Tabor, Calvario…); o el mar azul donde surgió y se regenera esta maravilla que es la vida humana y hasta ese rincón secreto donde brotó el amor mutuo hacia el ser querido del que ahora esparcimos las cenizas. De paso, convendría destacar que lo que hace sagrado un lugar es el ser humano que lo habita o los restos de éste en el depositados y no al revés. 

Es opinable que la sepultura sea preferible a la cremación, pero no se me alcanza a ver que el enterramiento de los cuerpos demuestre “un mayor aprecio por los difuntos” que la incineración. Las razones de esta preferencia por la sepultura que aporta el documento son débiles e inconsistentes: “reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo. Evitar la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos”. Si no hay razones más serias, mejor abstenerse de imposiciones o preferencias tan poco fundadas. 

Por descontado que, desde una perspectiva cristiana, no se pueden permitir “actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momentos de fusión con la Madre (con mayúscula en el documento) o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como liberación definitiva de la ‘prisión’ del cuerpo”, pero estos riesgos afectan de igual manera a la sepultura del cadáver y a su incineración, por lo que no parece oportuno aportarlos como argumento para aconsejar aquélla frente esta. 

Con todo, lo más disonante del documento es la antropología filosófica en la que se apoya. Es tan anacrónica como si un parlamentario actual acudiera al hemiciclo vestido cual senador romano: “Por la muerte -dice el documento-, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma”. 

Este modelo no es de raíz cristiana, sino platónica. No se me alcanza por qué la Congregación para la Doctrina de la Fe recurre a argumentos filosóficos para fundamentar opciones de fe, confusión en que suelen incurrir no pocos predicadores y que equivale a intentar explicar cómo subir al Anboto sobre la base de las orientaciones que san Juan de la Cruz señala en la Subida al Monte Carmelo. El recurso a Platón pudo ser pedagógico hace muchos siglos, pero hoy genera más confusión y escepticismo que otra cosa y, aún peor, nos desvía y aleja de la creencia cristiana sobre la muerte y la resurrección.
Y es que los cristianos no creemos en la inmortalidad natural del alma humana, que, tras la muerte, se separa del cuerpo y pasado un tiempo (el alma es inmortal y eterna, según Platón) para, una vez celebrado el Juicio Final (que también hay que desmitificar), reunirse con el cuerpo en la resurrección. Los cristianos creemos que la resurrección del ser humano es un regalo generoso y agradecido de Dios, que se nos revela en la resurrección de Jesucristo y que se prolonga en quienes aman a los seres humanos (Mateo 25, 34), como consecuencia, consciente o inconsciente, de su amor al Dios de Jesús: “Esta es la voluntad de mi Padre, que no pierda a ninguno de los que me confió, sino que los resucite en el último día” (Juan 6, 39). 

Por último, el párrafo final del documento: “En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma de derecho”, me parece pastoralmente improcedente por obvio. Una persona que elige la cremación y dispersión de sus cenizas por razones contrarias a la fe cristiana, no solicitará que sus exequias se celebren en una iglesia y, si lo hace, es evidente que, por coherencia, habría que convencerle de que retire su petición provocadora. Pero si fuéramos consecuentes con este mandato del documento también deberíamos indagar explícitamente por las (in)creencias a todos los que se acercan a nuestros ritos: a los padres y padrinos de los niños y niñas cuyos bautismos impulsamos en condiciones de fe precarias e incluso inexistentes y a las parejas a quienes casamos sin ningún reparo, sean o no creyentes, para que no pequen en el ejercicio del amor mutuo. Parece más congruente que apliquemos a estos casos y a los funerales el principio de la misericordia (que no cita el documento) antes que la norma de derecho (que expresamente recalca) y que, en consecuencia, colaboremos, dentro de las posibilidades que ofrece la tradición cristiana, al funeral digno de todos los difuntos que lo soliciten, que, por cierto, es una de las obras de misericordia recomendadas por la iglesia.

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