Jesús Martinez
Gordo
Catedrático de
teología
No me
parece mal que la Congregación para la doctrina de la fe intente actualizar las
orientaciones sobre la inhumación e incineración de los seres queridos y que
llame a tratar adecuadamente sus cenizas, en el caso de que hayan tomado esa
decisión. Y acepto su invitación a
cuidar la memoria de nuestros difuntos. Disiento de la concepción dualista (cuerpo
y alma) que vehicula porque entiendo que quien muere y resucita es la “persona”,
que es bastante más que un cuerpo “y” un alma. Y echo de menos que, más allá de
las consabidas condenas del nihilismo, no haya dialogado con quienes sostienen que
-en vida- se mantiene una relación permanente con la nada, el silencio, la
oscuridad y el vacío.
Hay otro
asunto (mejor dicho, otro drama) que me llama mucho más la atención: que dicha Congregación no se haya pronunciado
aún acerca del enfrentamiento existente en la Iglesia europea sobre cómo afrontar
las políticas que buscan evitar las muertes de los migrantes y de los refugiados
que llaman a nuestras puertas.
Me
explico: estos últimos días hemos asistido indignados al desalojo de la llamada
“jungla” del paso de Calais; han sido noticia de primera plana algunos
comportamientos xenófobos en Gran Bretaña y las protestas de los refugiados en
los tejados de los CIE españoles. Han tenido menos alcance mediático la llegada
a Roma de 70 refugiados sirios desde Libia, propiciada por la creación de un “corredor
humanitario” entre el gobierno italiano y la comunidad San Egidio (con 400
personas acogidas hasta el momento) y el informe de la ONU: a finales del mes de
octubre del presente año ascendían a 3.800 los muertos o desaparecidos en el Mediterráneo.
Ante
esta tragedia, la Iglesia europea se debate entre quienes, como D. Duka,
arzobispo de Praga, y P. Erdö, cardenal de Budapest, se desmarcan, incluso, de
la timidísima acogida que se está impulsando y quienes como Ch. Schönborn,
cardenal de Viena, la rechazan por su racanería e, incluso, como es el caso de
A. Zsifkovics, obispo de Eisenstadt (Austria), se oponen frontalmente; dos
posicionamientos también perceptibles en la Iglesia española.
Para el arzobispo
de Praga, el “viaje denuncia” del papa a la isla de Lesbos el pasado mes de
abril ha sido “sólo un gesto”, no una “solución”. Y sugiere que la república
Checa se limite a acoger migrantes de países ex - comunistas, no a los de procedencia
islámica. En el fondo y en la forma, canaliza la política activada por V.
Orban, primer ministro de Hungría, defendiendo una “Europa cristiana”. Por su
parte, el cardenal P. Erdö dice sintonizar con la llamada de Francisco a la “generosidad
y a la acogida”, pero la Iglesia húngara, apunta, no puede sumarse a ella, habida
cuenta de que semejante comportamiento puede “ser calificado como ilegal, como
tráfico de seres humanos”.
Otro es
el criterio que preside la actuación del cardenal de Viena, para quien solo
recuperando “la sacralidad de la persona humana” es posible superar las
barreras nacionalistas, el fundamentalismo económico que nos atenaza y el
“riesgo de ser una Europa con el corazón endurecido”. Ello no obsta para que
reconozca con realismo que acoger a estas personas “puede ser un peso difícil
de sobrellevar”.
Para
coraje y coherencia, los del obispo A. Zsifkovics, de Eisenstadt, negándose a
ceder al Ministerio del interior unos terrenos, necesarios para construir un muro
en la frontera austro-húngara. En su respuesta a la petición gubernativa, el
obispo, previa consulta al Consejo Diocesano, dice, a quien quiera escucharle: una diócesis que “ha vivido durante años con la
sombra del telón de acero y que en los últimos meses no ha ahorrado ningún esfuerzo
abriendo sus puertas” a los migrantes, “¿tiene que ceder sus terrenos para
hacer un muro?”. De ninguna manera. “La respuesta al miedo, prosigue, no es el
levantamiento de muros”, sino la erradicación del “tráfico organizado de seres
humanos y del negocio de las armas del que se benefician empresas europeas”, el
cese de una política de desestabilización militar en Medio Oriente y del
expolio “de los recursos africanos que realizan las multinacionales europeas”.
Siendo
el desencuentro de los católicos europeos, ante semejante tragedia, de tal
magnitud, se agradecería una palabra, evangélicamente clarificadora, de la Congregación
para la doctrina de la fe: sin negar la ilegalidad, como recuerda el cardenal
P. Erdö, de acoger migrantes en las parroquias, ¿qué es, en este caso, más
conforme con la palabra y con el comportamiento de Jesús? O, sin apretar tanto
las tuercas: ¿qué discurso y decisiones de los aquí reseñados (y enfrentados)
son más conformes con la fe? ¿Los que defienden los muros, las alambradas y las
concertinas en nombre de una supuesta “Europa católica” o los que reconocen en
los migrantes y refugiados a los crucificados de nuestro tiempo y proceden en
coherencia con tal percepción?
Somos
muchos los que echamos de menos una “Instrucción” al respecto.
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