mientras
seguíamos inquietos las fluctuaciones del Ibex o las incertidumbres de
la Bolsa de Shangai, discutíamos sobre cuotas de inmigrantes, las justas
para cubrir nuestras necesidades económicas o lavar nuestra conciencia,
o exhibíamos frívolamente la capacidad de jigas de nuestro último
smartphone, la imagen de este niño sirio de tres años, solo,
desamparado, muerto en una playa turca, nos ha encogido el corazón. No
lo podemos mirar, pero ¿cómo dejar de mirarlo?
Sus pequeños ojos apagados nos miran y nos reflejan. Su sangre helada, como la de Abel, nos grita desde el fondo del mar y de la tierra: “¿Dónde está tu hermano?”. Se llama Aylan Kurdi. Mira esa foto: Aylan cuelga de los brazos de un policía turco, como colgaba el crucificado, después de haber “entregado el espíritu”, el aliento vital; cuelga con sus pequeños pies calzado y sus pequeñas manos desnudas, como Jesús en brazos de María en todas las Pietàs vivas del mundo. Caído, inerte, mudo. Talitha kum (“levántate, niña”), dijo Jesús en arameo, la lengua de Siria por entonces. En otra foto, yace en la playa boca abajo, mientras una pequeña ola lo acaricia, como si quisiera enjugar las últimas lágrimas de su trágico viaje. Como si el mar nos dijera: “Ahí tenéis al niño, nacido del agua, ahogado en el agua. Nadie lo ha salvado como al pequeño Moisés, el liberador. Os lo devuelvo para que vuestra conciencia despierte. ¿Cómo habéis convertido estas aguas en un mar de lágrimas de niños, de madres?”.
Aylan, varado en la orilla del mar, de la vida, de la historia humana, es una imagen sobrecogedora de nuestra humanidad varada. Es testigo del naufragio de nuestra civilización, con sus imperios de ayer y de hoy, con sus anacrónicos Estados parapetados en fronteras, todas ellas artificiales, con sus Naciones Unidas sujetas al derecho de veto de los más poderosos, con su economía especulativa, asesina, destinada al beneficio de unos pocos, con su política sometida a los poderes financieros. Y con sus grandes religiones ancladas en la posesión y en la difusión de la verdad absoluta, empeñadas en la conquista espiritual (o incluso militar, ¡qué horror!) del planeta. Esta humanidad naufraga. O la salvamos entre todos o todos nos hundiremos. Aylan es un trágico retrato del desajuste del mundo en que vivimos, uno de cuyos focos más dramáticos es el Medio Oriente, con su increíble fanatismo, con sus brutales dictaduras, con su desalmado Estado Islámico enemigo del Islam y de la paz, de la humanidad. ¿Cómo es posible que tantos musulmanes, árabes o no, lo apoyen o legitimen o callen? Pero Occidente no es inocente. ¿Quién hizo fracasar, en los últimos cien años, desde Irán hasta Egipto, las frágiles democracias nacientes? ¿Quién ha humillado y maltratado a sus hermanos, nuestros hermanos palestinos, ignorando cínicamente los mandatos de las Naciones Unidas? ¿Quién impulsó el nacimiento y financió el desarrollo primero de Al Qaeda y luego del Estado Islámico hasta que se les fueron de las manos? Otro mundo, otra Europa.
Aylan nos pone a cada uno en nuestro lugar y ante nuestra responsabilidad. Pregonamos la ciudadanía universal. Presumimos de Derechos Humanos, y no sin razón, es lo mejor que han dado al mundo Europa y Occidente, con oposición, por cierto, de la Iglesia católica, las cosas como son. Pero no nos engañemos. El primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reza: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Desde el fondo de su profético silencio mortal, Aylan nos grita: “Europa, no mentirás. Europa, no cierres tus puertas. Iglesia católica, deja tus obsesiones doctrinales y morales, vuelve a la parábola del Buen Samaritano”.
Aylan significa “halo de luz” en turco, y “roble” en hebreo. No sé, ni me importa, cuál es el origen concreto. Aylan es un icono de luz, una semilla de vida. Y germina, revive y brilla en los movimientos sociales de acogida de inmigrantes, testigos benditos de la esperanza.
Sus pequeños ojos apagados nos miran y nos reflejan. Su sangre helada, como la de Abel, nos grita desde el fondo del mar y de la tierra: “¿Dónde está tu hermano?”. Se llama Aylan Kurdi. Mira esa foto: Aylan cuelga de los brazos de un policía turco, como colgaba el crucificado, después de haber “entregado el espíritu”, el aliento vital; cuelga con sus pequeños pies calzado y sus pequeñas manos desnudas, como Jesús en brazos de María en todas las Pietàs vivas del mundo. Caído, inerte, mudo. Talitha kum (“levántate, niña”), dijo Jesús en arameo, la lengua de Siria por entonces. En otra foto, yace en la playa boca abajo, mientras una pequeña ola lo acaricia, como si quisiera enjugar las últimas lágrimas de su trágico viaje. Como si el mar nos dijera: “Ahí tenéis al niño, nacido del agua, ahogado en el agua. Nadie lo ha salvado como al pequeño Moisés, el liberador. Os lo devuelvo para que vuestra conciencia despierte. ¿Cómo habéis convertido estas aguas en un mar de lágrimas de niños, de madres?”.
Aylan, varado en la orilla del mar, de la vida, de la historia humana, es una imagen sobrecogedora de nuestra humanidad varada. Es testigo del naufragio de nuestra civilización, con sus imperios de ayer y de hoy, con sus anacrónicos Estados parapetados en fronteras, todas ellas artificiales, con sus Naciones Unidas sujetas al derecho de veto de los más poderosos, con su economía especulativa, asesina, destinada al beneficio de unos pocos, con su política sometida a los poderes financieros. Y con sus grandes religiones ancladas en la posesión y en la difusión de la verdad absoluta, empeñadas en la conquista espiritual (o incluso militar, ¡qué horror!) del planeta. Esta humanidad naufraga. O la salvamos entre todos o todos nos hundiremos. Aylan es un trágico retrato del desajuste del mundo en que vivimos, uno de cuyos focos más dramáticos es el Medio Oriente, con su increíble fanatismo, con sus brutales dictaduras, con su desalmado Estado Islámico enemigo del Islam y de la paz, de la humanidad. ¿Cómo es posible que tantos musulmanes, árabes o no, lo apoyen o legitimen o callen? Pero Occidente no es inocente. ¿Quién hizo fracasar, en los últimos cien años, desde Irán hasta Egipto, las frágiles democracias nacientes? ¿Quién ha humillado y maltratado a sus hermanos, nuestros hermanos palestinos, ignorando cínicamente los mandatos de las Naciones Unidas? ¿Quién impulsó el nacimiento y financió el desarrollo primero de Al Qaeda y luego del Estado Islámico hasta que se les fueron de las manos? Otro mundo, otra Europa.
Aylan nos pone a cada uno en nuestro lugar y ante nuestra responsabilidad. Pregonamos la ciudadanía universal. Presumimos de Derechos Humanos, y no sin razón, es lo mejor que han dado al mundo Europa y Occidente, con oposición, por cierto, de la Iglesia católica, las cosas como son. Pero no nos engañemos. El primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reza: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Desde el fondo de su profético silencio mortal, Aylan nos grita: “Europa, no mentirás. Europa, no cierres tus puertas. Iglesia católica, deja tus obsesiones doctrinales y morales, vuelve a la parábola del Buen Samaritano”.
Aylan significa “halo de luz” en turco, y “roble” en hebreo. No sé, ni me importa, cuál es el origen concreto. Aylan es un icono de luz, una semilla de vida. Y germina, revive y brilla en los movimientos sociales de acogida de inmigrantes, testigos benditos de la esperanza.
HAUR HILAREN GARRASI ISILA
Nork ez zuen ikusi 2015eko irailaren 3an, ostegunez, egunkari guztiek argitaratu zuten argazkia: Turkiako Bodrum herriko hondartzan haurtxoa hila?
Milaka eta milaka dira, azken urte hauetan batez ere, goseak, gaixorik, tratu txar eta torturen ondorioz, ezbeharretan, gerretan, itsasoan… hil diren eta hiltzen ari diren haurrak eta pertsona helduak. Ezin da esan horietaz ez dela inor ere arduratu. Jainkoari eskerrak, pertsona bihotz zabal askok ahal zuen guztia –batzuek baita beren bizia ere– eman du biktima horiek eta, zehazki, haur errukarri horien egoera hobetzeko, halakoentzat justizia eskatzeko eta halakoei giza duintasuna berreskuratzen laguntzeko.
Egoera, hala ere, hobetu ordez, ikaragarri gaiztotzen ari da munduko
lurralde askotan. Interes handiegiak dituzte estatu batzuek, enpresa
multinazional batzuek eta mafia askok halako gatazkak izan daitezen, ez
herrialde aberatsetan, pobreenetan baizik. Armen trafikoa eta salmentak,
lurrazpiko ondasunak ateratzea –harri eta mineral bereziak, petrolioa–
edota lurrazalekoak ustiatzea –baso eta oihanetatik zura ateratzeko,
alor eta soro zabaletan bio-erregaiak eta monolaborantza ekoizteko–
diru- eta botere-iturri erakargarriagoak dira pertsonaren eskubideak
errespetatzea, etikaren printzipioak onartzea edota guztien ongia eta
bizikidetza bilatzea baino. Frantzisko Aita Santuak era askotara salatu du injustizia izugarri hori.
Komunikabideetan egunero eta egun osoan zehar aipatzen dizkigute
halako gatazkak, batez ere biktimak azaltzen direnean, nahiz ur-azalean
nahiz hilobi izugarrietan nahiz bonbaz suntsiturik uzten dituzten
etxe-hondakinetan. Notizia horiek guztiak eta beste asko munduko
agintarien mahai gainean edota ordenagailuko nahiz tableteetako
pantailetan izango dira… Eta jakingo dute, gainera, komunikabideetan
azaltzen direnak ez direla sarraskiaren biktima guztiak; beste milioi
asko ere badela. Baina interes politikoak garrantzitsuagotzat dituzte,
nonbait, pantailako argazkietan azaltzen diren gorputz sarraskituak eta
noraezean dabiltzan milioika iheslarien larritasunak eta malkoak baino.
Hiru urteko haurtxo bat erakutsi digute itsasertzean itoa, olatuek kulunkatua. Eta astindu
egin gaitu irudi horrek. Europako nazio, hiri eta herri batzuetan –gero
eta gehiagotan izango al da!– iheslariei harrera eta tokia
egiteko borondatea agertu dute eta aterpea eskaintzen hasi dira. Izan
ere, gertaera horietan denok dugu, neurri handian nahiz txikian,
nolabaiteko erantzukizuna eta, zalantzarik gabe, solidaritatez jokatu
beharra. Are gehiago kristau garela diogunok.
Hiru urteko haurtxoaren hilotza ikusteak suspertu egin du askoren
baitan kontzientzia; ez da, ez, ezerezean gelditu hondartzan itoa azaldu
den haur haren garrasi isila. Bazen garaia drama izugarri horrek
bihotza uki ziezagun. Ez al da une bateko erantzun bihozbera baina arina
izango! Tamalez, luze joko du hainbeste milioiren miseriak, norbere
herritik urrutiratu beharrak, noraezean ibiltzeak…
Askok galdetuko du, agian, non den Jainkoa, ez ote duen ikusten gertatzen ari dena, ez al duen deus ere egin behar… Gure bihotzaz, gure esku zabalaz, gure solidaritateaz baliatu nahi du Jainkoak bere errukia eta maitasuna denei erakusteko. Ezin diogu huts egin!
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