La pregunta y
las lágrimas de Glyzelle, una ex-niña de la calle de 12 años, dejaron
sin palabra al papa Francisco en su reciente viaje a Filipinas. “Hay
muchos niños abandonados por sus propios padres, muchos víctimas de
muchas cosas terribles como las drogas o las prostitución. ¿Por qué Dios
permite estas cosas?”, dijo Glyzelle entre sollozos.
Infinidad de niños y mayores formulan la misma pregunta en este mundo lleno de tragedias: “¿Por qué mueren de hambre tantos miles de personas cada día? ¿Por qué tantas guerras terribles? ¿Por qué un cáncer de útero se ha llevado a Izaskun a sus 48 años entre tantos dolores, ella que se dedicaba en cuerpo y alma a aliviar sufrimientos? Joana de 14 años y Luka de 9, hijos de sus entrañas heridas, huérfanos; su marido, roto; sus hermanas y padres, destrozados; sus amigas, desconsoladas. ¡Cómo sollozaban!
El papa escuchó conmovido a Glyzelle, fijos los ojos en ella. Luego se levantó, la abrazó tiernamente y apartó sus papeles -era un buen discurso, muy necesario, que traía preparado de Roma-. La pregunta de una niña bañada en lágrimas le inspiró otro discurso, dicen que el mejor pronunciado en Filipinas. “Cuando nos hagan la pregunta de por qué sufren los niños, que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas”, dijo el papa Francisco. Las lágrimas limpian los ojos y las palabras. Y a veces consuelan el corazón (dice un antiguo comentario rabínico que, cuando Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso, los vio tan afligidos, que, compadecido, les dio lágrimas como consuelo).
¿Pero cómo hablar de Dios ante tantas cosas terribles que pasan? El discurso de Manila no era quizás el momento oportuno, pero me gustaría que el papa, o alguien, después de un largo silencio acompañado de lágrimas, hubiera explicado a Glyzelle con mucha sencillez y ternura que su pregunta (“¿Por qué Dios permite estas cosas?”) carece de sentido, pues un dios al que pudiera dirigirse no puede existir. Y me gustaría que la hubiera consolado hablando de Dios, pero de otra manera. Y le hubiera explicado que la razón principal de que los niños y los mayores suframos tanto no es ninguna divinidad cruel o bondadosa, omnipotente o débil, sino la inhumanidad de los seres humanos. Ni siquiera la maldad, sino la inhumanidad, que es la humanidad imperfecta, aún no alcanzada, a menudo extraviada en su camino hacia sí.
Y le hubiera recalcado que somos criaturas creadoras, y que podemos mucho más, incluso ser buenos samaritanos, como Izaskun lo fue, y que si lo fuéramos seríamos más felices de lo que somos, y que juntos crearíamos un mundo más hermoso y feliz, sin niños de la calle y sin guerras, y sin animales sufrientes a causa de nosotros, los seres humanos. Y que si lo creyéramos sería posible, y que merece la pena creerlo, confiar en nosotros mismos y en los demás, en la bondad esencial de todos los seres, en el Corazón bueno que todo lo habita y mueve. Y que eso es Dios: Corazón latiente, Corazón sufriente, Corazón creador, Creatividad sagrada de todos los seres.
No busques, pues, en Dios ninguna explicación a ningún porqué. Un dios que tuviera la explicación de por qué sufrimos no sería digno de fe. Un dios que por alguna razón permitiera que haya niños de la calle o que muera una madre dejando a sus hijos huérfanos no sería digno de fe. Simplemente, no sería. Un dios que explica es una explicación nuestra, un constructo de nuestra mente. Un dios que hubiera expulsado a Adán y Eva del paraíso no puede existir. Ni un dios que castiga, ni un dios que permite que suframos. Ni un dios que hubiera creado este mundo tal como es, inacabado y sufriente, sabiendo “de antemano” que íbamos a sufrir y hacer sufrir tanto, por respetar la “autonomía del mundo”, como si le fuera exterior. Ese dios Ente Supremo -poderoso o impotente, bueno o malo, es igual- no puede consolar. No existe.
Pero yo creo en Dios como Amor creador, la santa creatividad que habita en todos los seres. Y creo que, cuando aliviamos dolores, somos Dios creándonos, creándose. Y podemos seguir viviendo y creando sin responder a todos los porqués.
Infinidad de niños y mayores formulan la misma pregunta en este mundo lleno de tragedias: “¿Por qué mueren de hambre tantos miles de personas cada día? ¿Por qué tantas guerras terribles? ¿Por qué un cáncer de útero se ha llevado a Izaskun a sus 48 años entre tantos dolores, ella que se dedicaba en cuerpo y alma a aliviar sufrimientos? Joana de 14 años y Luka de 9, hijos de sus entrañas heridas, huérfanos; su marido, roto; sus hermanas y padres, destrozados; sus amigas, desconsoladas. ¡Cómo sollozaban!
El papa escuchó conmovido a Glyzelle, fijos los ojos en ella. Luego se levantó, la abrazó tiernamente y apartó sus papeles -era un buen discurso, muy necesario, que traía preparado de Roma-. La pregunta de una niña bañada en lágrimas le inspiró otro discurso, dicen que el mejor pronunciado en Filipinas. “Cuando nos hagan la pregunta de por qué sufren los niños, que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas”, dijo el papa Francisco. Las lágrimas limpian los ojos y las palabras. Y a veces consuelan el corazón (dice un antiguo comentario rabínico que, cuando Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso, los vio tan afligidos, que, compadecido, les dio lágrimas como consuelo).
¿Pero cómo hablar de Dios ante tantas cosas terribles que pasan? El discurso de Manila no era quizás el momento oportuno, pero me gustaría que el papa, o alguien, después de un largo silencio acompañado de lágrimas, hubiera explicado a Glyzelle con mucha sencillez y ternura que su pregunta (“¿Por qué Dios permite estas cosas?”) carece de sentido, pues un dios al que pudiera dirigirse no puede existir. Y me gustaría que la hubiera consolado hablando de Dios, pero de otra manera. Y le hubiera explicado que la razón principal de que los niños y los mayores suframos tanto no es ninguna divinidad cruel o bondadosa, omnipotente o débil, sino la inhumanidad de los seres humanos. Ni siquiera la maldad, sino la inhumanidad, que es la humanidad imperfecta, aún no alcanzada, a menudo extraviada en su camino hacia sí.
Y le hubiera recalcado que somos criaturas creadoras, y que podemos mucho más, incluso ser buenos samaritanos, como Izaskun lo fue, y que si lo fuéramos seríamos más felices de lo que somos, y que juntos crearíamos un mundo más hermoso y feliz, sin niños de la calle y sin guerras, y sin animales sufrientes a causa de nosotros, los seres humanos. Y que si lo creyéramos sería posible, y que merece la pena creerlo, confiar en nosotros mismos y en los demás, en la bondad esencial de todos los seres, en el Corazón bueno que todo lo habita y mueve. Y que eso es Dios: Corazón latiente, Corazón sufriente, Corazón creador, Creatividad sagrada de todos los seres.
No busques, pues, en Dios ninguna explicación a ningún porqué. Un dios que tuviera la explicación de por qué sufrimos no sería digno de fe. Un dios que por alguna razón permitiera que haya niños de la calle o que muera una madre dejando a sus hijos huérfanos no sería digno de fe. Simplemente, no sería. Un dios que explica es una explicación nuestra, un constructo de nuestra mente. Un dios que hubiera expulsado a Adán y Eva del paraíso no puede existir. Ni un dios que castiga, ni un dios que permite que suframos. Ni un dios que hubiera creado este mundo tal como es, inacabado y sufriente, sabiendo “de antemano” que íbamos a sufrir y hacer sufrir tanto, por respetar la “autonomía del mundo”, como si le fuera exterior. Ese dios Ente Supremo -poderoso o impotente, bueno o malo, es igual- no puede consolar. No existe.
Pero yo creo en Dios como Amor creador, la santa creatividad que habita en todos los seres. Y creo que, cuando aliviamos dolores, somos Dios creándonos, creándose. Y podemos seguir viviendo y creando sin responder a todos los porqués.
No hay comentarios:
Publicar un comentario