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domingo, 2 de noviembre de 2014

En honor de los muertos: Joxe Arregi


Al principio de noviembre, desde el siglo VIII, honramos a todos los santos y difuntos. Antes era y sigue siendo la fiesta celta de Samhain, el fin de la época luminosa, cálida, y el comienzo de la época fría, oscura, en estas latitudes europeas. 


El sol inclina su curso, los días se acortan, las sombras se alargan, el bosque se desnuda, la vida se recoge. Como se va la luz se fueron nuestros seres queridos. ¿A dónde se fueron, dejándonos tan solos? Los ojos se nublan, el corazón vacila. Pero, en cada latido, el corazón se expande hasta el umbral de la Presencia en la que todo vive, sobre todo los muertos. Y con flores de gratitud y de pena los recordamos junto a un mausoleo de piedra o una tumba de tierra, una humilde lápida o una pequeña urna de cenizas preciosas, o una simple cruz, la de Jesús el Viviente, la de todos los vivientes. Recordándolos, los acompañamos. Acompañándolos, nos acompañan. Presencia. 

Somos vivientes mortales y honramos a nuestros muertos, aquellos cuyo recuerdo nos hiere. Pero todos los muertos, grandes y pequeños, santos y criminales, son nuestros, somos de todos ellos, pues la misma vida nos une en la muerte, y la misma muerte en la vida. Lo que fueron forma parte de lo que somos, y nuestra vida ha de restaurar y completar lo que ellos no alcanzaron a vivir. En eso consiste honrar a los muertos: en dar culto a la vida, en cultivarla, cuidarla, curarla en ellos y en nosotros. Así ha sido desde muy antiguo: al cuidar a los muertos, nos hemos sentido cuidados por ellos. 

Al cuidar a los muertos, nos hemos sentido cuidados por ellos; así ha sido desde muy antiguo

No es casual que las huellas culturales más antiguas de nuestra especie humana Sapiens, y también del Neandertal, tengan que ver con enterramientos rituales. De alguna forma, difícil de precisar, intuían que la vida sigue en la otra orilla. Hace 90.000 años, en Qafzeh (Palestina), sepultaban a sus muertos con conchas marinas perforadas. 

Hace 50.000 años, en Sahnidar (Irak), depositaban a sus muertos sobre un lecho de flores amarillas y azules. O los enterraban en posición fetal, como si fueran a descansar o a nacer, o recubiertos de ocre rojo, el color de la sangre o de la vida. Tal vez se preguntaban ya: ¿muere la hoja que cae? ¿Muere la flor que se hace semilla? ¿Muere el feto al nacer? 

No es verdad que las religiones surgieran para dar respuesta a la angustia de la muerte, pero es verdad que muchas religiones han consolado la pena de los vivos por la muerte de los seres queridos. También es verdad, sin embargo, que a menudo han aumentado el miedo a morir, no tanto por la muerte como tal, sino por el temor de los castigos divinos en el más allá. Consolar penas, aliviar dolores, calmar angustias es una función esencial de las religiones, y es una función muy humana, pero solo la realizan de verdad cuando a la vez contribuyen a transformar las estructuras -políticas, económicas, religiosas- que dañan la vida. Las religiones no valen porque ofrezcan respuestas y creencias sobre “el más allá”; productos culturales, pasajeros, de la mente humana. Valen solo cuando ayudan a caminar en la incertidumbre, a vivir en dignidad y bondad, en libertad y sin miedos, en confianza en la Vida a pesar de todo. Pues una vida así es eterna, y entonces la muerte es transformación, tránsito, pascua. 

Algunos científicos de hoy, incluso agnósticos, pretenden que la física o las neurociencias confirman la creencia religiosa tradicional en la inmortalidad del “alma”. Sostienen que la conciencia no es producto del cerebro y que sobrevive después de la muerte. No desdeño sus afirmaciones, pero no dejan de ser construcciones mentales, fundadas a menudo en “experiencias cercanas a la muerte” más que discutibles. Lo cierto es, no obstante, que las ciencias, cuanto más avanzan, más ponen de manifiesto que la Realidad, y esto que llamamos vida, es más misteriosa que todo lo imaginable, y transciende nuestras pobres categorías de espacio y tiempo, finito e infinito, materia y espíritu. Somos en comunión con Todo y Todo es eterno, incluido esto que llamamos “yo”, que no es sino una forma pasajera de nuestro ser verdadero. 

No te inquietes por tu pequeño yo. Déjate ir como la hoja del árbol. Honra a los muertos y cuida la vida, hasta que la muerte nos una a todos en la Vida o en Dios.

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