Estas pocas
golondrinas que vuelan aún sobre Arroa Behea pronto decidirán irse, sin
que nadie se lo ordene. Y luego volverán, cuando la primavera avance,
sin que nadie se lo prohíba. Siguen su certero sentido individual y
colectivo, atienden la misteriosa llamada de la Vida. Que nadie se lo
impida.
Algo tan simple como el ir y venir de estas golondrinas, tan natural como su vuelo y la ley de la vida, se vuelve complicado, demasiado complicado, entre nosotros los humanos. Nos creció el cerebro, se multiplicaron nuestras neuronas, pero no lo suficiente. Dimos un salto en la “conciencia”, pero nos quedamos muy cortos para decidir libremente lo mejor. A menudo no sabemos exactamente a dónde nos llama la Vida, hacia dónde debemos emprender el vuelo. Y como si toda decisión no fuera ya de por sí lo bastante difícil y arriesgada, a menudo nos empeñamos en dificultarla aun más en lugar de ayudarla, de ayudarnos.
Nadie decide en plena libertad, pues todos estamos condicionados en todo y por todo: por la biología, la historia y la cultura, por la calidad de lo que comemos o el precio de las casas que habitamos (si tenemos la fortuna de comer y de habitar una casa). Nunca partimos de cero. Pero es que la libertad no consiste en decidir por sí mismo con total independencia, sino en poder escoger por sí mismo lo que es bueno para mí y para todos. Y esta libertad no la poseemos: es una aspiración. No hemos llegado a ser libres: queremos llegar a serlo. ¿Pero cómo avanzar hacia ese horizonte sino decidiendo cada día lo mejor que podamos, aunque erremos?
Nadie decide tampoco solo para sí. Cada decisión individual repercute en todo, pues somos parte de una única comunidad de vida universal, desde las surfinias del balcón hasta el abuelo que pasea tranquilo y se detiene en el puente a mirar el riachuelo, desde este humilde lugar hasta el último rincón de la tierra o del universo entrelazado que formamos.
Y en este nuestro maravilloso universo entrelazado, uno no puede decidir sobre todas las cosas, pero puede y debe decidir sobre aquello que está en su mano para el bien de todos. Para ello se requiere una gran humildad, apertura y respeto hacia el otro. Pero, al final, cada uno debe decidir según su conciencia, y nadie se lo debe impedir, siempre y cuando no esté en juego claramente un bien mayor.
Un marco legal justo de convivencia es necesario y vinculante, claro está, pero ninguna ley es absoluta. Y nadie es dueño de la verdad y del bien universal. Tampoco lo son el Papa y los obispos, que ni siquiera representan a la Iglesia, pues no han sido elegidos por ella. Cada uno debe decidir, y nadie puede impedírselo en nombre de ninguna verdad o norma absoluta. ¿También en el caso del aborto? Sí, también, con la mayor responsabilidad posible.
Así lo enseñó el Concilio Vaticano II, en contra de enseñanzas anteriores, en contra de toda la historia del autoritarismo, que aún persiste: “No se obligue a nadie a actuar contra su conciencia” (Dignitatis humanae 2). Así lo enseñaron Santo Tomás de Aquino y todos los grandes moralistas católicos: nadie debe obrar contra su conciencia, ni aunque fuera errada. Así lo enseñó San Pablo en la Carta a los romanos (14,23).
Y lo que vale para el sujeto individual vale también, de manera análoga, para los sujetos colectivos. Por ejemplo, para las naciones o nacionalidades sin Estado. Deben poder decidir sobre su propio destino, por voluntad mayoritaria, en la mayor solidaridad posible. Como ha decidido Escocia con toda normalidad, en impecable democracia.
Aquí donde estoy, yo no sería muy partidario de crear un nuevo Estado con ejército y embajadas, pero no quiero pertenecer a un Estado que levante muros para los que quieren entrar y para los que quieren salir, que prefiera una unión forzosa a una separación pactada, que convierta su Constitución en dogma rígido, que se erija en único sujeto soberano e impida a sus pueblos decidir. Decidir sin disputas ni amenazas por el bien de la vida común. Lo que nos queda por aprender de estas golondrinas…
Algo tan simple como el ir y venir de estas golondrinas, tan natural como su vuelo y la ley de la vida, se vuelve complicado, demasiado complicado, entre nosotros los humanos. Nos creció el cerebro, se multiplicaron nuestras neuronas, pero no lo suficiente. Dimos un salto en la “conciencia”, pero nos quedamos muy cortos para decidir libremente lo mejor. A menudo no sabemos exactamente a dónde nos llama la Vida, hacia dónde debemos emprender el vuelo. Y como si toda decisión no fuera ya de por sí lo bastante difícil y arriesgada, a menudo nos empeñamos en dificultarla aun más en lugar de ayudarla, de ayudarnos.
Nadie decide en plena libertad, pues todos estamos condicionados en todo y por todo: por la biología, la historia y la cultura, por la calidad de lo que comemos o el precio de las casas que habitamos (si tenemos la fortuna de comer y de habitar una casa). Nunca partimos de cero. Pero es que la libertad no consiste en decidir por sí mismo con total independencia, sino en poder escoger por sí mismo lo que es bueno para mí y para todos. Y esta libertad no la poseemos: es una aspiración. No hemos llegado a ser libres: queremos llegar a serlo. ¿Pero cómo avanzar hacia ese horizonte sino decidiendo cada día lo mejor que podamos, aunque erremos?
Nadie decide tampoco solo para sí. Cada decisión individual repercute en todo, pues somos parte de una única comunidad de vida universal, desde las surfinias del balcón hasta el abuelo que pasea tranquilo y se detiene en el puente a mirar el riachuelo, desde este humilde lugar hasta el último rincón de la tierra o del universo entrelazado que formamos.
Y en este nuestro maravilloso universo entrelazado, uno no puede decidir sobre todas las cosas, pero puede y debe decidir sobre aquello que está en su mano para el bien de todos. Para ello se requiere una gran humildad, apertura y respeto hacia el otro. Pero, al final, cada uno debe decidir según su conciencia, y nadie se lo debe impedir, siempre y cuando no esté en juego claramente un bien mayor.
Un marco legal justo de convivencia es necesario y vinculante, claro está, pero ninguna ley es absoluta. Y nadie es dueño de la verdad y del bien universal. Tampoco lo son el Papa y los obispos, que ni siquiera representan a la Iglesia, pues no han sido elegidos por ella. Cada uno debe decidir, y nadie puede impedírselo en nombre de ninguna verdad o norma absoluta. ¿También en el caso del aborto? Sí, también, con la mayor responsabilidad posible.
Así lo enseñó el Concilio Vaticano II, en contra de enseñanzas anteriores, en contra de toda la historia del autoritarismo, que aún persiste: “No se obligue a nadie a actuar contra su conciencia” (Dignitatis humanae 2). Así lo enseñaron Santo Tomás de Aquino y todos los grandes moralistas católicos: nadie debe obrar contra su conciencia, ni aunque fuera errada. Así lo enseñó San Pablo en la Carta a los romanos (14,23).
Y lo que vale para el sujeto individual vale también, de manera análoga, para los sujetos colectivos. Por ejemplo, para las naciones o nacionalidades sin Estado. Deben poder decidir sobre su propio destino, por voluntad mayoritaria, en la mayor solidaridad posible. Como ha decidido Escocia con toda normalidad, en impecable democracia.
Aquí donde estoy, yo no sería muy partidario de crear un nuevo Estado con ejército y embajadas, pero no quiero pertenecer a un Estado que levante muros para los que quieren entrar y para los que quieren salir, que prefiera una unión forzosa a una separación pactada, que convierta su Constitución en dogma rígido, que se erija en único sujeto soberano e impida a sus pueblos decidir. Decidir sin disputas ni amenazas por el bien de la vida común. Lo que nos queda por aprender de estas golondrinas…
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