El acuerdo es unánime: la falta de ejercicio acarrea atrofia
muscular, deterioro cartilaginoso y aumento del colesterol. Las
advertencias se vuelven implacables: las más violentas hablan de
“atacar” el reposo, otras se remiten al refranero: “De viejo, poca cama, poco plato y mucho zapato”.
Alertados ante tan inminentes peligros, nos lanzamos intrépidamente a
caminar por calles, parques y senderos, sordos a las protestas de
nuestras rodillas y decididos a batirnos en duelo con la vida
sedentaria.
Es el mismo ímpetu que recomendaban los Padres para combatir la tentación de acedía (de
a-kedos, des-cuidado, negligente…), esa mezcla de indiferencia,
desaliento y apatía que tanto preocupaba a los antiguos maestros del
espíritu. Dice Enzo Bianchi: “Pertenezco a la última generación que ha
conocido la enseñanza del arte de luchar contra las tentaciones, un
arte que se nos transmitía junto con la fe cristiana. He asistido a la
progresiva desaparición de esta pedagogía que he experimentado como una
gracia, como una ayuda durante toda mi existencia. (…) Esta lucha y a
veces ruda disciplina, requiere pronunciar algunos “síes” y algunos
“noes”, es una disciplina que humaniza y que es portadora también de
felicidad. Verdaderamente, vale la pena luchar porque el combate
espiritual es una lucha por la vida plena, una lucha cuyo fin es el
amor: saber amar mejor y ser mejor amados. Equivale a afirmar la
esencialidad humana y cristiana de una ascesis – palabra que, no lo
olvidemos, significa “ejercicio”-, de una lucha por alcanzar una vida
plena y realizada: la vida cristiana, vida “«a la medida de la estatura
de Cristo» (Ef 4,13).
Es así como describía Pablo su itinerario vital:
«olvidando lo que queda atrás, lanzándome hacia delante…» (Fil 3,13). De
la raíz verbal empleada procede lo que Gregorio de Nisa llama
epéktasis, una actitud de tensión por alcanzar algo, una continua
aspiración de la humanidad a la unión con Dios.
Más amenazadora que la que atañe a nuestro físico, es la atrofia de esa epéktasis lo
que paraliza nuestro deseo de ir a más en el seguimiento de Cristo y en
la configuración con él. Se instala en nuestro interior, junto con el
desánimo, el tedio y el disgusto, esa banda sonora cacofónica del “eso
son cosas de cuando eras joven…”, “ya estoy demasiado mayor para…”,
“con mis años, como quieres que…”, “qué se puede esperar a mi edad…”,
“ahora sólo busco tranquilidad y que me dejen en paz…”
Son pensamientos tóxicos que detienen el
desplegarse de nuestra vida y anquilosan nuestros deseos: “No está aún
el amor para salir de razón- decía Teresa de Jesús-; más querría yo
que la tuviéramos para no contentarnos con esa manera de servir a Dios,
siempre a un paso paso”. “No contentarnos”, no ponernos techo, no
apoltronarnos en la instalada comodidad del “total ya para qué…”, dejar
de enarbolar nuestros muchos años como pretexto para no cambiar. «¿Cómo
puede un hombre viejo volver a nacer?» argumentaba Nicodemo (Jn 3,4),
dando una lección de realismo antropológico a aquel galileo joven que
aún no sabía de los límites que impone la edad.
«Llevo 38 años intentando meterme en el agua…» alegaba el paralítico
al que Jesús ofrecía la sanación, dando ya por imposible algo diferente
a permanecer petrificado sobre una camilla (Cf Jn 5,1-17). Los dos
estaban contaminados por la convicción “mundana” de que la acumulación
de los años es una barrera tan insalvable, que ni Dios mismo puede
franquearla y por eso preferían quedarse del otro lado, sin atreverse a
emprender la aventura de nacer de nuevo, ponerse en pie y volver a
andar. Pero la respuesta que reciben es otra: “No es cosa vuestra esa
transformación: es el Espíritu la partera de ese nuevo nacimiento, es mi
palabra la que posee la fuerza que puede poneros en pie y hacer que
soltéis vuestras camillas”.
Publicado en la revista Sal Terrae
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