Todas las Casas de las Misioneras de la Caridad de Calcuta, fundada por la Madre Teresa, están abiertas a voluntarios de cualquier país.
Aitor y Elena, jóvenes zeanuritarras, nos relatan las experiencias vividas en dos de estos centros durante un mes.
Kolkata
(Calcuta) ó Ciudad de la Alegría. En el mismo instante en que
posas tus pies en esta ciudad, algo dentro de ti se sobrecoge. Ya en
el aeropuerto, te das cuenta de que nada va a ser fácil. El calor y
la humedad poco a poco se irían haciendo soportables, pero el olor
tan penetrante que envuelve a esta ciudad es algo a lo que no pudimos
acostumbrarnos. En un destartalado taxi nos adentramos en la ciudad.
Al principio todo parecía normal, hasta que de golpe dejó de serlo.
Conocemos gran parte del sur de la India y nos creíamos preparados
psicológicamente para sobrellevar de la mejor manera cualquier situación
fuera de lo normal; ya entonces, vivimos experiencias realmente fuertes.
Pero Calcuta, superaba todo lo conocido y de qué manera.
El
cambio es brutal... En esta ciudad viven mas de 12 millones de
personas sin añadir a los que no
están censados, ni a los que diariamente llegan de zonas rurales en busca de trabajo ó para vender sus productos. El tráfico es frenético y el ruido de las bocinas llega a ser estridente. Los edificios, en total decadencia, aún mantienen la impronta de una ciudad colonial. Sus agrietadas fachadas son el principal soporte para las cientos y cientos de chabolas (por definirlas de alguna forma), donde se refugian miles de familias en la más increíble miseria. Los que no poseen ni siquiera un plástico, deambulan semidesnudos por las calles en busca de un pedazo de acera donde pasar la noche.
están censados, ni a los que diariamente llegan de zonas rurales en busca de trabajo ó para vender sus productos. El tráfico es frenético y el ruido de las bocinas llega a ser estridente. Los edificios, en total decadencia, aún mantienen la impronta de una ciudad colonial. Sus agrietadas fachadas son el principal soporte para las cientos y cientos de chabolas (por definirlas de alguna forma), donde se refugian miles de familias en la más increíble miseria. Los que no poseen ni siquiera un plástico, deambulan semidesnudos por las calles en busca de un pedazo de acera donde pasar la noche.
Las
escenas en Calcuta son realmente duras. Los ojos se te encienden y el
cuerpo se bloquea. Llegan las dudas. Te preguntas si la decisión fue
la acertada. Las ganas de correr, de volver atrás, te invaden. Y de
repente notas que una mano se acerca a tu mano. Una pequeña mano que
tira de tu mano. Unos enormes ojos negros que te miran fijamente y una
blanca sonrisa que deshace las dudas y te hace saber que estás en el
lugar que quieres estar.
Los
centros ó casas de la congregación de la Misioneras de la Caridad
fundada por la Madre Teresa, tienen una clara vocación de aceptar a
voluntarios de todo el mundo sin distinción de raza, religión, edad,
sexo, ni tiempo de permanencia.
La
Mather House es el lugar donde todos los voluntarios se registran y
deciden junto a las hermanas, en qué centro de los que fundó la Madre
Teresa será mas provechosa su labor.
En
este hermoso lugar permanece intacta la habitación de la Madre Teresa,
así como su tumba, acompañada siempre, tanto por creyentes católicos
como hindúes
Nuestro
primer día de voluntariado comenzó a las 6 de la mañana celebrando
en Mather House una misa cantada por las hermanas, seguido de un humilde
desayuno; un plátano, una rebanada de pan y una taza de té.
Despedimos a los voluntarios que regresaban a sus casas y. tras dar
gracias, nos encaminamos hacia el centro que nos asignaron.
Prem
Dan, significa "Regalo de Amor". Hombres y mujeres enfermos,
perdidos dentro de sus propios cuerpos. Olor a desinfectante, hileras
de camastros pegados unos a otros. Gritos de dolor. Risas descontroladas.
Ojos tristes, bocas selladas. Traspasar aquella puerta fue como adentrarse
en un callejón sin salida.
No
logro imaginarme ni mucho menos entender los motivos por los que un
hombre decide lazar ácido al rostro de su esposa. Aquella mujer estaba
desfigurada. Su rostro había dejado de existir. Mientras la acompañaba
al baño, mis manos temblaban de impotencia.
Pocos
de ellos se recuperan y vuelven a la calle. A otros, buscando ya el
descanso eterno, se les traslada a Kaligat, centro de moribundos, donde
otros voluntarios les acompañarán hasta el último momento.
Nuestra
labor consistía en asearles, lavar su ropa, darles de comer, ayudarles
en el baño, desinfectar las camas y el suelo... Abrazarles y abrazarles
otra vez.
Queríamos
conocer uno de los centros ocupados por niños con problemas físicos,
ya que por mi trabajo, mi labor sería mas provechosa. Al día
siguiente comenzamos a ir a Daya Dan, centro donde solo están acogidos
niños con problemas mentales y/ó discapacidad aguda.
Llegar
hasta allí caminando se hace muy duro. La calle en Calcuta es
desgarradora y es por ello que algunos voluntarios regresan a sus casas
incapaces de soportarlo.
En
Daya Dan descubrimos en verdad lo que guardamos dentro de nosotros mismos
y que tanto nos cuesta sacar a la luz en la sociedad en la que vivimos.
El estado degenerativo de los niños llevaba consigo un alto grado de
dependencia; la mayoría eran incapaces de moverse. La mayor parte del
día dormitan acurrucados en unas rudimentarias y pesadas sillas de
madera. Nuestra tarea consistía en levantarles de la cama, lavarles,
jugar con ellos, cantar, hacerles terapia, darles de comer y acostarlos.
En
la terraza del edificio realizábamos las gigantescas coladas. Cientos
de pañales, vestidos de mil colores, pantalones de todas las tallas,
montañas de camisetas. Ropas tan deterioradas, que muchas veces te
entraban ganas de tirarlas. En grandes barreños de metal arrojábamos
los pañales empapados de pis y metiendo los pies caminábamos sobre
ellos. Grandes pilas para enjabonar y aclarar. Los tenderetes, abarrotados
de mil colores, parecían un gigante arco iris.
Era
ardua la labor de mantener a los niños despiertos, pero cuando lo conseguíamos
sus sonrisas eran el mejor de los regalos. Los ojos se te llenaban de
lágrimas y otra vez la impotencia afloraba.
La
parte mas dura era la de darles de comer. La mayoría de ellos han perdido
la facultad de masticar y tragar, y la comida, siempre en forma de puré,
se atascaba en sus gargantas. Vivimos situaciones de ahogo que superamos
gracias a la ayuda de las voluntarias hindúes que atienden a los niños
durante todo el año. Puedes estar de acuerdo o no con las formas de
estas mujeres, pero lo que primero que hay que entender es que nosotros
los voluntarios, permanecemos excepcionalmente un mes en el centro y
que casi siempre son los meses vacacionales. El resto del año el trabajo
es para estas mujeres que apenas dan abasto con tal cantidad de niños.
Sonia
tiene los ojos más increíbles del mundo. No habla, no camina, apenas
sujeta su cabeza. A duras penas se mantiene sentada en una especie de
hamaca donde pasa prácticamente todo el día. Su pelo negro rapado
al límite intensifica la dulzura de su cara. Le cuesta mucho abrir
la boca para comer y cuando por fin consigo que el puré entre en ella,
tengo que masajear suavemente su garganta para ayudarla a tragar. Podíamos
estar mas de una hora para al menos terminar la mitad del plato. Mientras
ella intentaba tragar yo le cantaba y me reía; y ella me miraba con
sus ojos grandes y sonreía. Al otro lado del comedor, Aitor parecía
tener mas suerte en dar de comer a su niña. Era como si la hubiera
hipnotizado y cada vez que le acercaba la cuchara a la boca comía y
tragaba sin problemas. Pero al instante la niña cogió el plato y se
lo lanzó a la cabeza. Varios días después y con nuevos intentos de
lanzamiento de plato, terminaron siendo amigos.
Pinku
dejó de respirar. Tenía quince años y unas deformaciones bestiales
que alteraban su respiración y que la mantenían encamada desde hacía
ya demasiado tiempo. Hicimos lo imposible por elevar su oxígeno en
sangre, pero la falta de medios es tremenda y sólo conseguimos elevarlo
lo suficiente para que una ambulancia llegara y la llevara al hospital.
Murió a la mañana siguiente. Nos devolvieron su cuerpo y todo
el centro se inundó de dolor. Las hermanas lavaron a Pinku y la cubrieron
con un vestido blanco de princesa. Colocaron flores blancas entre su
corto pelo. Aitor y otro voluntario la subieron en brazos hasta la capilla
y nos despedimos de ella entre rezos y cantos.
Recuerdo
a Mongol entre mis brazos. Su desconsolado llanto. La pequeña Sonia
riendo a carcajadas cuando le hacías cosquillas. Los momentos vividos
sobre las viejas colchonetas, donde poco a poco hacíamos que estiraran
sus cuerpos. Me gustaba escuchar a Aitor reír en la cocina con las
mujeres mientras juntos preparaban la comida. Sentarme en el suelo y
coser botones, arreglar cremalleras, ordenar los armarios intentando
apilar en las reducidas baldas toda aquella ropa deslavada. Me
sentía como nunca antes. El cariño que iba creciendo entre las
compañeras hindúes y la mano amiga de los demás voluntarios con los
que compartíamos el trabajo junto a una cerveza al atardecer, eran
suficientes para emprender el camino diario a Daya Dan.
Hubo
muchas experiencias, muchas dificultades. Ganas de cerrar los ojos y
no ver lo que se tiene delante. Hay sensación de ahogo y durante horas
llegas a encerrarte en la habitación del hotel, tratando de respirar
el recuerdo de los que te esperan en casa. Aún así, llegado el momento
de regresar, despedirnos de los niños, de las hermanas, de los inolvidables
amigos voluntarios, fue la tarea más dura. Volvimos a casa muy felices
y llenos de sensaciones. Contagiados por los corazones indios; esos
mismos corazones que llevan adelante una locura de país en donde doscientas
lenguas, más de mil millones de habitantes, cientos de dioses e innumerables
creencias y religiones se entremezclan para ofrecernos una sincera sonrisa
a todos los que hemos tenido la suerte de visitarla.
Esto es la India, la tierra del corazón.
“Por sangre y origen soy albanesa. Por mi vocación pertenezco al
mundo entero pero mi corazón pertenece por entero a Jesús”
Madre Teresa de Calcuta
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