El pasado domingo
... de mayo celebramos la primera comunión de Ainhoa, la menor de
nuestros 21 sobrinos y sobrinas. ¡Gracias, Ainhoa, por vivir y por ser
como eres, risueña y sensible, y por reunirnos en la mesa de tu primera
comunión!
Comimos muy bien. La fiesta sigue siendo para comer juntos, y comer juntos sigue siendo el mejor modo de ser familia, de descubrir al otro y de llegar a quererlo, de franquear pequeñas o grandes fronteras, aliviar tensiones, curar heridas, de compartir en la mesa el pan, el vino, la tierra, la vida, y las penas y las risas, las esperanzas y los miedos, el silencio y la palabra. La vida simplemente, tan sencilla y tan misteriosa. Cada bocado y cada sorbo eran para rendirse de admiración y gratitud ante la tierra y todos sus colores y formas, aromas y sabores. ¡Gracias a la tierra que se nos da y que somos! Y ¡gracias a la palabra que viene también del silencio de la tierra y al silencio de la tierra volverá!
No ocultaré que la comida en compañía fue para mí con mucho lo mejor del día. Pero tampoco ocultaré que me faltó algo. Me faltó mucho en la ceremonia de la iglesia. Sufrí. La hermosa iglesia parroquial estaba a rebosar. A las 12 en punto, nos saludó desde el altar la monitora de la celebración, y desde la primera palabra nos advirtió: “De vosotras/os depende que esta celebración lo sea”. Nos instó al silencio, y nos recordó la importancia del acto en estos tiempos de increencia y de intrascendencia a la moda. “Creer es bueno”, insistió. No nos dijo en qué hay creer, ni en qué consiste, ni cuándo y por qué es bueno creer. Se percibía un tono de velado reproche a tanta gente que nos habíamos reunido con nuestra mejor voluntad y que, sin embargo, hemos dejado (¿irresponsablemente?) de creer en muchas de las cosas en las que al parecer debemos seguir creyendo. Pero ya no es posible, creo que por fidelidad al evangelio de Jesús.
Yo -y mi mujer, modesta y meritoria organista de Aizarna-
esperaba que de un momento a otro empezara a sonar el órgano, el último
órgano romántico fabricado por Cavaillé-Col, y que su excepcional
sonoridad llenara el templo, que es como una imagen del universo, y que
las flautas, las violas, los oboes, las ocarinas, los celestes, las
trompetas y las gambas vibraran como el Espíritu que aleteaba sobre las
aguas primeras, y nos envolvieran a todos y conmovieran nuestros
registros vitales profundas. No sonaron en toda la ceremonia, mientras
el sonido de la guitarra, bienintencionada y experta, se desvanecía en
el gran espacio del templo.
No es el órgano, como no son el misterio, la belleza y el silencio, lo que ha dejado de tener sentido y fuerza de inspiración, sino la mayoría de nuestras palabras religiosas tradicionales. Por eso sufrí viendo cómo el sacerdote, a quien admiro, desde lo alto del altar, se debatía por conectar con los 54 niños que celebraban su primera comunión, con toda la gente reunida, con un mundo alejado. Y cuanto más se debatía por conectar, más se distanciaba.
No puedo ni quiero reprochar nada a nadie, pero aquella celebración de primera comunión me resultó un reflejo de la situación de exilio cultural que vive el cristianismo tradicional en nuestra sociedad, con sus universidades, su conocimiento mundializado y su cambio acelerado. Es preciso que vuelvan a sonar de otra forma aquellas palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret: “He sido enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, un año de gracia o un año jubilar de descanso y liberación para la humanidad y para todas las criaturas oprimidas”. Lo necesitamos.
Querida Ainhoa: no sé con qué te quedarás del día de tu primera comunión. Ni si has dejado ya de creer en todo aquello que ya no cabe en tu mente vivaz. Ni si volverás a misa o si tu primera comunión será también la última. Todo eso no es importante, ni a Jesús le importó. Pero no pierdas esa llama candorosa y despierta que luces en tus ojos. Cuida y mantén la energía vital y la determinación que derrochas. Y no dejes de comulgar con lo profundo de la vida, y de ser rebelde contra tanto desorden que rompe la comunión de mesa, la comunión de la vida. No dejes, por favor, de curar y de luchar, ni de jugar y de soñar. Entonces cada día será tu primera comunión.
Comimos muy bien. La fiesta sigue siendo para comer juntos, y comer juntos sigue siendo el mejor modo de ser familia, de descubrir al otro y de llegar a quererlo, de franquear pequeñas o grandes fronteras, aliviar tensiones, curar heridas, de compartir en la mesa el pan, el vino, la tierra, la vida, y las penas y las risas, las esperanzas y los miedos, el silencio y la palabra. La vida simplemente, tan sencilla y tan misteriosa. Cada bocado y cada sorbo eran para rendirse de admiración y gratitud ante la tierra y todos sus colores y formas, aromas y sabores. ¡Gracias a la tierra que se nos da y que somos! Y ¡gracias a la palabra que viene también del silencio de la tierra y al silencio de la tierra volverá!
No ocultaré que la comida en compañía fue para mí con mucho lo mejor del día. Pero tampoco ocultaré que me faltó algo. Me faltó mucho en la ceremonia de la iglesia. Sufrí. La hermosa iglesia parroquial estaba a rebosar. A las 12 en punto, nos saludó desde el altar la monitora de la celebración, y desde la primera palabra nos advirtió: “De vosotras/os depende que esta celebración lo sea”. Nos instó al silencio, y nos recordó la importancia del acto en estos tiempos de increencia y de intrascendencia a la moda. “Creer es bueno”, insistió. No nos dijo en qué hay creer, ni en qué consiste, ni cuándo y por qué es bueno creer. Se percibía un tono de velado reproche a tanta gente que nos habíamos reunido con nuestra mejor voluntad y que, sin embargo, hemos dejado (¿irresponsablemente?) de creer en muchas de las cosas en las que al parecer debemos seguir creyendo. Pero ya no es posible, creo que por fidelidad al evangelio de Jesús.
“No dejes de comulgar con lo profundo de la vida, y de ser rebelde contra tanto desorden que rompe la comunión de la vida”
No es el órgano, como no son el misterio, la belleza y el silencio, lo que ha dejado de tener sentido y fuerza de inspiración, sino la mayoría de nuestras palabras religiosas tradicionales. Por eso sufrí viendo cómo el sacerdote, a quien admiro, desde lo alto del altar, se debatía por conectar con los 54 niños que celebraban su primera comunión, con toda la gente reunida, con un mundo alejado. Y cuanto más se debatía por conectar, más se distanciaba.
No puedo ni quiero reprochar nada a nadie, pero aquella celebración de primera comunión me resultó un reflejo de la situación de exilio cultural que vive el cristianismo tradicional en nuestra sociedad, con sus universidades, su conocimiento mundializado y su cambio acelerado. Es preciso que vuelvan a sonar de otra forma aquellas palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret: “He sido enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, un año de gracia o un año jubilar de descanso y liberación para la humanidad y para todas las criaturas oprimidas”. Lo necesitamos.
Querida Ainhoa: no sé con qué te quedarás del día de tu primera comunión. Ni si has dejado ya de creer en todo aquello que ya no cabe en tu mente vivaz. Ni si volverás a misa o si tu primera comunión será también la última. Todo eso no es importante, ni a Jesús le importó. Pero no pierdas esa llama candorosa y despierta que luces en tus ojos. Cuida y mantén la energía vital y la determinación que derrochas. Y no dejes de comulgar con lo profundo de la vida, y de ser rebelde contra tanto desorden que rompe la comunión de mesa, la comunión de la vida. No dejes, por favor, de curar y de luchar, ni de jugar y de soñar. Entonces cada día será tu primera comunión.
Tu primera comunión
Zorionak, Aimar! Zorionak, Malen, Andoni, Ander, Libe, Ioritz… Hoy hacéis vuestra primera comunión, o la acabáis de hacer en estos domingos floridos de mayo. Veros juntos y mirar vuestras caras es como mirar el campo verde, lleno de cantos. ¡Cómo me alegro de veros contentos y de veros jugar en los tiempos que corren! ¡Cómo me alegro de veros recibir el pan de la vida en la mesa de Jesús!
¡Oh, el pan! Mira el pan, Aimar. El pan que hacen tu padre y
tus tíos, como el pan de la abuela, en el horno del caserío. La hostia
es pan, y el pan es tierra y agua, aire y fuego, electrones que danzan y
estrellas de fuego formando galaxias. Cada pequeña hostia es el cosmos
infinito, y cada hogaza redonda es santa como la hostia redonda de la
primera comunión.
Mirad el pan. Cada trocito de pan es la historia del mundo
desde el primer Big Bang, y desde mucho antes, aunque no sabemos nada de
lo que hubo antes. Pero todo está en ese trocito de pan. Todas las
tierras labradas, las mañanas frías, los días soleados, los brotes
tiernos, las lluvias de la primavera, las espigas verdes y las amapolas
rojas, el grano molido, la harina lisa como la piel o como la playa. Y
todas las savias, todo los colores. Todo lleno de vida, lleno de Dios,
desde siempre hasta siempre.
Mirad el pan con vuestros pequeños ojos tan limpios todavía.
En un trocito de pan, en esa pequeña hostia se contiene la historia de
toda la humanidad, tan bella y tan dura. Mirad el pan: así somos. Somos
esa pequeña hostia de pan sagrado y sabroso, de pan sufrido y lleno de
sueños.
Por eso a Jesús le gustaba tanto el pan, y también el vino:
porque de eso vivía la pobre gente. Y comía y bebía alegremente con
todos, pero sobre todo con la gente que los "justos" despreciaban como
impuros, pecadores y herejes. Por eso le llamaron comilón y borracho,
"amigo de pecadores" y hasta de prostitutas. Pero a él no le importaba. Y
soñaba cada día que muy pronto, muy pronto, ya no habría más injusticia
en la Tierra, ni deudas, ni hipotecas, ni gente sin casa y sin pan.
Soñaba que habría pan y vino en abundancia para todos, y que todo el
mundo se podría sentar en la misma mesa para un gran banquete. Y a los
que se creían justos les decía: "Las prostitutas irán por delante de
vosotros al banquete de Dios".
Eso era otro mundo, pero en este mundo, y a los poderosos no
les convenía. Jesús presintió que iban a por él, y no se le ocurrió cosa
mejor que organizar una alegre cena de despedida con sus amigas y
amigos, y con pan y vino. Y les dijo: "Cuando os reunáis para comer pan y
beber vino, acordaos de mí y seguid brindando por mí y por la esperanza
de otro mundo en este mundo".
Pues eso es la primera comunión y todas las comuniones. Los
amigos de Jesús nos reunimos para brindar con pan y vino por la
esperanza de Jesús, que es nuestra esperanza. Y lo mismo da que sea pan
de trigo o de mijo o de arroz o de maíz, y que sea vino de uva o
manzana, cebada o arroz o caña de azúcar, cualquier licor que alegre y
dé sabor a la vida de la pobre gente. Todo aquello que nutre y alegra es
cuerpo de Jesús y cuerpo de Dios.
Zorionak, felicidades, Aimar, Malen, Andoni, Ioritz…!
Disfrutad, jugad, creced. Sed alegres y buenos. Sed como Jesús, mejores
que nosotros. Y prometednos que pondréis un granito de trigo para que
este mundo sea como un pan grande, para que todos formemos el cuerpo de
Dios, para que cada día sea la primera comunión.
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